Del compromiso ambiental al ecoagobio

Tres meses después de publicar en EL PAÍS una serie de artículos sobre su experimento de vivir sin plásticos, la autora cuenta cómo intentó aplicar ese aprendizaje con su familia en verano y reconoce sus dificultades: “Soy más sostenible que antes, pero me siento culpable todo el rato”

Reciclaje y Manualidades23/09/2019 Fuente: El País (España)
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LA FOTO NO puede ser más mona. Mi niña pequeña mira con desconfianza al mirlo que picotea su tostada. Apenas hay cobertura en la cabaña del profundo bosque portugués donde estamos de vacaciones, pero es tan mona la foto que se la mando a una amiga. Horas después se carga su respuesta en el WhatsApp: “Plástico???”. Tengo que volver a abrir la imagen para entender a qué se refiere: en la mesa, además del mirlo descarado y la niña graciosamente contrariada, hay una botella de agua en la que no había reparado.

Este es el nivel de escrutinio al que me veo sometida desde que hace tres meses publiqué en el EL PAÍS una serie de artículos titulados Diario de mi semana sin plásticos. Desde entonces, cada vez que olvido la cantimplora y pillo un botellín en el comedor del curro noto las miradas de decepción de mis compañeros. Lo mismo en la máquina de café. Ya casi no bajo al Carrefour Express —antro de perdición plástica— y, si no puedo evitarlo, vuelvo a casa haciendo equilibrismos con la fruta en las manos, no vaya a pedir bolsa y me pille alguien que conozco destruyendo los océanos. Desde junio, compro pañales desechables como quien va a pillar droga.

Diario de mi semana sin plásticos

Comprar mucho le sale caro a la Tierra
Soy más sostenible que antes, pero me siento culpable todo el rato. Además de una irresponsable, ahora soy una hipócrita. Me merezco el escarnio. Y tú también.

El Diario de mi semana sin plásticos fue un experimento a raíz de una iniciativa viral que llamaba al boicoteo de los plásticos de un solo uso. En los diferentes capítulos de la aventura fui la loca de los táperes (por ir al súper con tarteras para que me metiesen el embutido) y la pirada que preguntaba en Twitter dónde encontrar papel de váter que no fuese envuelto (el consejo más repetido: róbalo en el trabajo). Encontré una tienda de detergentes a granel para no volver a comprar un bote de Fairy en mi vida y acabé fabricando mi propio champú sólido.

Pensé que me iban a llover críticas por todas partes: de los más ecologistas, por frívola y por llegar tan tarde; de los más pasotas, por pesada. Solo recibí empatía. Nunca me ha llamado tanta gente para darme ánimos con un reportaje. Imagino que todos estamos ahí, intentando mejorar.

Aquello fue un curso intensivo sobre lo mal que compramos en mi casa. Eso ya lo sabíamos, la revelación fue la ligereza con la que tomábamos mil malas decisiones al día. Tres meses después, ¿hemos cambiado de hábitos?

A ver. Algunos.

Las cantimploras de agua y las bolsas de tela son ahora uno más de la familia. Lo de ir al mercado con táperes lo hacemos solo a veces. Intentamos comprar la pasta, el arroz y las legumbres a granel, pero con frecuencia pinchamos. Para el papel higiénico tenemos vistas un par de webs para encargarlo online en cajas de cartón y reciclado, porque el propio papel blanco-suave-cuatro capas (por muy envuelto en papel que vaya) es un dispendio ecológico, y, sí, le estamos dando alguna oportunidad, con pudor, al bidé. Siempre que hay una opción en cristal para leche, yogures, guisantes… optamos por el vidrio. Rellenamos los botes de todos los detergentes y hace tres meses que en la ducha solo usamos pastillas de jabón y champú sólido (comprado en tienda coqueta). Salvo un día de vacaciones que fuimos a un hotel y arramplamos con todos los botecitos en plan orgía. Lo mejor es que el asunto ha servido de excusa para desterrar por completo del hogar los huevos Kinder Sorpresa.

No es mucho, ya lo sé. Cada vez que compro un brik de leche, y compro bastantes, pienso avergonzada en esos activistas antiplasticarios que guardan sus escasísimos residuos ANUALES en un tarrito de cristal, apenas los blísteres de las medicinas. Los nuestros son gestos mínimos, un cambio de mirada, pequeñas decisiones facilonas (“¿Cucharilla para el helado?”, “No, gracias”), y sin embargo en casa los viajes al contenedor amarillo se han reducido casi a la mitad. Aun así, vivo cada viaje como un pequeño fracaso. Reciclar antes me aliviaba la conciencia, ahora lo veo como una farsa. Tengo tatuado el mantra que más me repitieron durante aquella semana: “El mejor residuo es el que no se genera”. Hemos mejorado, pero la cantidad de basura plástica que genera mi hogar —dos adultos, dos niños— me parece más repugnante. Me agobia.

“¿Qué es peor, un pepino envuelto en plástico u otro desnudo que ha viajado más kilómetros?”

También me agobian los lineales del súper. Las filas perfectas de coloridos envases entre los que podría elegir cómo ensuciar menos el mundo si supiese hacerlo. Nadie sabe. Hacer una compra lo más sostenible posible es una yinkana de decisiones para la que ni los expertos tienen respuestas claras: depende del material del envase y de si este mezcla varios, y de los datos que te creas sobre cuánto se recicla en realidad, pero también de la huella de carbono del proceso de fabricación y de reciclado de cada material o de si lo que envuelve es un producto de proximidad o no… Al lío de los envases súmale el melón de la huella de carbono. Me indigna que no haya un código de color, como un semáforo tipo “salvar el planeta for dummies”. ¿Qué es peor, un pepino envuelto en plástico u otro desnudo que ha viajado más kilómetros para llegar a mis temblorosas manos?

Me enrabieta que aún se vendan cosas como queso con lonchas de plástico entre las lonchas de queso, bollitos envueltos individualmente dentro de bolsas más grandes, manzanas solitarias en barquetas de poliespán, cubiertos de plástico, pajitas… Cosas que deberían estar prohibidas. En serio, si fuimos capaces de dejar de fumar en los bares, podemos vivir sin pajitas. También sin coches en las ciudades, te lo digo yo que tengo un diésel viejo (solo para los fines de semana, me consuelo a mí misma) con el que en un año no podré llegar a mi casa en el centro de Madrid. Ni tan mal, si no me lo prohíben, nunca renunciaría a él. Igual que seguiría fumando en los bares. Como si no hubiera mañana. Yo necesito leyes.

Con el viejo y contaminante diésel hemos llegado al bosque portugués. Haber venido en avión hasta Oporto, o haber decidido ir con los niños a Tailandia, por ejemplo, habría sido peor para nuestra huella. Leo: “1.400 millones de viajeros internacionales son responsables del 8% de las emisiones del planeta”. Mentiría si dijese que no hemos cogido un avión por eso. No, hemos venido en coche porque era más barato y nos venía bien. Pero ya hay cada vez más gente que decide no viajar en avión por la emergencia climática; en Suecia, donde van siempre con el reloj de la sensatez adelantado, hay hasta un término: flygskam, vergüenza a volar. Leo: “Alguien que vuela de Londres a Nueva York genera las mismas emisiones que un europeo medio al calentar su casa durante un año entero”. Y dejo de leer porque quiero volver a Nueva York con los niños. Y porque, la verdad, no sé cuánto gasto, ni en dinero, ni en árboles, calentando mi casa en un año. Dramas del primer mundo. Quizás en el futuro los ciudadanos tengamos un presupuesto asignado de CO2 según el cual habrá que elegir si viajar o pasar frío. Lo único que sé, te lo digo desde el privilegio burgués, es que, sea como sea, siempre será peor para los pobres.

Por ver qué tal lo haría en el escenario distópico (o no tanto), he probado varias de esas calculadoras online que te explican cómo de mal lo haces todo. Si eres microeconómicamente lerda, como es el caso (¿qué certificación tiene tu nevera? NS/NC; ¿cuántos litros de agua consume tu hogar al año? NS/NC), son un lío. La que más me gusta es una de la BBC que tiene dibujos y comparaciones divertidas y espeluznantes al mismo tiempo. Solo calcula la huella de lo que comes. Nuestro consumo familiar aproximado de leche al año equivale a 3.515 duchas y destruye 10 pistas de tenis de tierra. El de carne de res sumaría lo que conducir 11.000 kilómetros, calentar una casa británica durante 447 días o volar ocho veces ida y vuelta de Londres a Málaga. Sí, no hemos volado hasta aquí, pero nos hemos puesto ciegos de bife com batatas como hooligans de chiringuito, así que no sé qué es peor.

Igual debería dejar de perder el tiempo tomando microdecisiones (o agobiándome por no tomarlas) sobre la huella de mi familia y pasar a manifestarme diariamente para pedir más leyes, más prohibiciones y más impuestos. Pero si usar el bidé me da pereza, ni te cuento el activismo. Mejor lo dejo en manos de una adolescente a la que algunos todavía tienen los huevos de llamar agorera. Mira, no, un sistema que destruye sus recursos hasta el punto de no retorno es obsceno, y en su base no está la libertad del consumidor, sino en el margen de beneficios de las corporaciones. La respuesta ha de ser colectiva, política y urgente. Pero algo habrá que ir haciendo en casa para que no te lleven los demonios.

La Asociación Psicológica Americana define la “ecoansiedad” como “el miedo crónico al desastre medioambiental”. Un desorden que produce estrés, ataques de pánico, insomnio o pérdida de apetito. La sufren las personas directamente afectadas por el cambio climático, quienes han perdido su forma de vida por la sequía, su hogar por un ciclón o su salud por una boina de polución irrespirable. Pero también quienes se sienten superados por una emergencia ante la que se ven impotentes. A mí el sueño, y sobre todo el hambre, no me lo quita nadie, pero no me extraña que se llenen las consultas de ecoansiosos. A poca ciencia que leas, términos como “transición ecológica” o “sostenibilidad” resultan tan fútiles como jactarse de haber dejado de comprar huevos Kinder. El apocalipsis está a la vuelta de la esquina y aquí seguimos como la orquesta del Titanic, bailando al ritmo del hilo musical en el rincón eco del híper.

Dicen los expertos en cambio climático que tan problemático es lanzar un mensaje demasiado positivo como otro demasiado negativo. Ambos paralizan y desmotivan a la ciudadanía: en un extremo, el negacionista “pues no es para tanto”; en el otro, el apocalíptico “para qué hacer nada si ya no hay nada que hacer”. La mayoría vivimos entremedias, calmando el desasosiego con pequeños gestos, esperando un milagro, tratando de aportar un granito diminuto de arena. Por ejemplo, escribiendo un texto triste de vacaciones sobre los patéticos intentos de una sola familia por consumir un poco menos y un poco mejor. Pero hay días que me parece más sensato asumir el fin del mundo, dejarlo todo, instalarnos los cuatro en el profundo bosque portugués, aprender a hacer compost y hervir el agua del pozo para no tener que comprarla embotellada. Tampoco serviría para nada, pero al menos las fotos con los mirlos me quedarían perfectas.

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