Qué tiene que ver el COVID-19 con la crisis climática y ambiental

​La aparición de enfermedades zoonóticas (virus que se transmiten de animales a humanos) no es una novedad de este tiempo, aunque sí parece estar en aumento. Investigaciones sugieren que estas se han cuadruplicado en los últimos 50 años.

Noticias Generales 27/04/2020
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Y una mirada a este joven siglo XXI parece evidencia suficiente, dado que ya han ocurrido cuatro: el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), la gripe aviar (H5N1), la porcina (H1N1) y el actual COVID-19. En todos los casos, se trató de virus exclusivos de poblaciones animales que mutaron, invadieron un organismo humano y luego se propagaron como patógenos nuevos entre la población mundial.

¿El vínculo común entre todas ellas? El ser humano. Así lo explicó David Quammen, autor de “Spillover: Animal Infections and the Next Human Pandemic”.

Una especie silvestre puede contener 50 virus desconocidos para los humanos. No los afectan porque evolucionaron con ellos. Pero ese no es nuestro caso. Cuando se interviene su hábitat, cuando se talan los bosques donde viven estas especies, cuando se sacan de allí para venderlas cual commodities y consumirlas, también se quiebran las barreras naturales que existen entre ellas y nosotros, exponiéndonos a nuevos virus. Aunque no se viva cerca del bosque desaparecido o fragmentado ni de los mercados donde se comercializa fauna y flora silvestre, las consecuencias llegan, tal y como lo demuestra actualmente el COVID-19 y antes lo han hecho pandemias como el HIV, el SARS o la fiebre amarilla.

Así lo explica el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (ONU Medio Ambiente): “al cambiar el uso del suelo para los asentamientos, la agricultura, la tala o las industrias y sus infraestructuras asociadas, se ha fragmentado o invadido el hábitat de los animales. Se han destruido zonas de amortiguamiento naturales, que normalmente separan a los humanos de la vida silvestre, y se han creado puentes para que los patógenos pasen de los animales a las personas”.

De acuerdo con su informe Fronteras 2016, 75% de todas las enfermedades infecciosas emergentes en humanos son de origen animal y están estrechamente relacionadas con la salud de los ecosistemas. Las zoonosis prosperan cuando hay cambios en el medioambiente, en los huéspedes animales o humanos o en los mismos patógenos. “En el siglo pasado, la combinación entre el crecimiento de la población y la reducción de los ecosistemas y la biodiversidad derivó en oportunidades sin precedentes que facilitaron la transferencia de los patógenos de animales a personas. En promedio, una nueva enfermedad infecciosa emerge en los humanos cada cuatro meses”, consigna.

Deforestación y cambio en el uso del suelo

Los bosques son ecosistemas imprescindibles para la vida en la Tierra. Lo sabemos. Estos regulan el agua, conservan el suelo y la atmósfera y suministran de incontables servicios que satisfacen necesidades, sin mencionar la multitud de seres vivos (algunos por nosotros conocidos, otros todavía no) que hacen de esos entornos su hogar.

No obstante, la intervención humana en ellos ha sido devastadora. Desde la Revolución Industrial hasta ahora, se ha eliminado un tercio de los bosques de la Tierra, según el último reporte de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES, por sus siglas en inglés), publicado el año pasado. Dicho de otro modo, en la actualidad, la superficie forestal mundial es 68% del nivel preindustrial estimado. Y hay más: se ha dañado el 75% de la superficie del planeta. Hoy, sólo el 25% está libre de impactos sustanciales provocados por actividades humanas y el porcentaje se reduciría a 10% en 2050.

¿Cómo se relaciona esto con el surgimiento de nuevos virus? Desprovista de su hábitat natural, la fauna silvestre se ve obligada a cambiar su distribución, a migrar en busca de alimento, a entrar en contacto con otras especies para competir por recursos escasos y a acercarse a poblaciones humanas en busca de espacios para sobrevivir.

Ricardo Baldi, científico del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet), así lo explica: “la deforestación está ligada a más del 30% de los brotes registrados de enfermedades, como el ébola y el zika, en los últimos 30 años. La pérdida de hábitat hace que los animales permanezcan más cerca de poblaciones humanas generando también oportunidades de contacto y la aparición, por lo tanto, de nuevas zoonosis”.

Según un estudio, en la Amazonia, un aumento de la deforestación de alrededor de 4% en un periodo de tres años incrementó la incidencia de malaria en casi 50% a medida que los mosquitos transmisores de la enfermedad prosperaron en áreas recientemente deforestadas.

Y es que, al invadir y fragmentar bosques tropicales —hábitats de innumerables especies de animales y, dentro de ellos, virus desconocidos y potencialmente nuevos—, se corre el riesgo de liberar virus de sus anfitriones naturales, los cuales pueden saltar a los humanos. Ejemplo de ello es el HIV, que posiblemente cruzó de los chimpancés a las personas en la década de 1920, cuando cazadores los mataron y se los comieron en África.

La biodiversidad nos protege

“Los ecosistemas son inherentemente resistentes y adaptables y, al sustentar la existencia de diversas especies, ayudan a regular las enfermedades. Cuanto más biodiverso es un ecosistema, más difícil es que un patógeno se propague rápidamente”, explica ONU Medio Ambiente. Dicho de otro modo, la biodiversidad nos protege. A menor biodiversidad, mayor es la posibilidad de que los agentes que andan dando vueltas por la naturaleza se comporten como patógenos y revivamos la situación pandémica actual con nuevas enfermedades zoonóticas.

“La diversidad genética proporciona una fuente natural de resistencia a las enfermedades entre las poblaciones animales. Por ejemplo, la cría intensiva de ganado a menudo produce similitudes genéticas dentro de rebaños y manadas, lo que aumenta la susceptibilidad de estos animales a la propagación de patógenos provenientes de la vida silvestre”, establece la agencia de Naciones Unidas. “Las áreas biodiversas permiten que los vectores transmisores de enfermedades se alimenten de una gran variedad de huéspedes, algunos de los cuales son reservorios de patógenos menos efectivos. Por el contrario, cuando los patógenos se encuentran en áreas con menos biodiversidad, la transmisión puede amplificarse, como se ha demostrado en el caso del virus del Nilo occidental y la enfermedad de Lyme.”

Una década atrás, los científicos ya estimaban que entre 150 y 200 especies de plantas, insectos, aves y mamíferos se extinguen cada 24 horas. Esto es casi 1000 veces la tasa “natural” o “de fondo”. En la actualidad, según IPBES, cerca de 1 millón de especies animales y vegetales están en peligro de extinción, muchas en las próximas décadas y más que nunca en la historia de la humanidad.

A ello se suma el comercio ilegal o poco regulado de fauna silvestre, un negocio millonario (que mueve entre 8000 y 20.000 millones de euros al año) comparable al tráfico de armas o de drogas, y que hoy —con la pandemia del COVID-19, que se estima se originó en un mercado chino que vendía estas especies, necesita comenzar a ser reconocido como un tema de salud pública dado que facilita los saltos zoonóticos. 

Vale la pena mencionar que los primeros casos de SARS se asociaron al contacto con civetas enjauladas en un mercado y se cree que algunos casos de ébola en África Central se transfirieron de huéspedes animales a humanos cuando se consumió carne de gorila infectada.

Anualmente, según estima  el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés), este comercio es responsable de la muerte de una media de 100 tigres, 30.000 elefantes, más de 1000 rinocerontes y más de 100.000 pangolines. A ello se suman, por ejemplo, las 1,5 millones de aves vivas que son comercializadas por año y las hasta 440.000 toneladas de plantas medicinales que se transportan de forma ilegal en ese mismo perido.

Contaminación del aire y el COVID-19: una mala combinación

En la actualidad, 9 de cada 10 personas respiran aire que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera demasiado contaminado, lo que causa unas 4,2 millones de muertes prematuras por año. 

Un estudio de Harvard proporcionó la primera evidencia clara de que la exposición a la contaminación atmosférica por partículas durante muchos años puede influir fuertemente en las probabilidades de vivir o morir a causa del COVID-19. “Por cada pequeño incremento en la contaminación del aire durante ese tiempo, hay un aumento sustancial en la muerte a causa del COVID-19”, afirmó Aaron Bernstein, pediatra y director del Centro de Harvard para el Clima, la Salud y el Medioambiente Mundial, en una conferencia de prensa el pasado 16 de abril. Él habló virtualmente junto a la Dra. María Neira de la OMS y a la ex jefa de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA), Gina McCarthy y el video completo puede ser visto aquí.

Antes de la crisis sanitaria actual, los científicos ya habían demostrado que el aire contaminado se asociaba con un aumento de la mortalidad durante la pandemia del SARS de 2002, otra cepa de coronavirus que mató a 774 personas e infectó a 8890. De acuerdo con una investigación publicada en 2003, una persona que viviera en una zona con una elevada contaminación atmosférica tenía más del doble de probabilidades de morir a causa del SARS. En las ciudades chinas con una contaminación atmosférica alta o moderada, la tasa de mortalidad fue del 8,9% y el 7,49%, respectivamente, en comparación con las zonas de baja contaminación atmosférica, donde resultó del 4%. 

¿Cómo lavarse las manos sin agua?

Otro de los factores ambientales que agudiza el riesgo de contraer el COVID-19 es la falta de acceso al agua y al saneamiento. Es claro: quienes no tienen agua para lavarse las manos y mantener la higiene personal tendrán dificultades para practicar incluso las medidas de seguridad básicas. 

Hoy, alrededor de 3000 millones de personas carecen de acceso a instalaciones básicas para el lavado de manos. En los países menos desarrollados, el 22% de las instalaciones sanitarias no tienen servicio de agua, el 21% no poseen servicio de saneamiento y el 22% no cuentan con gestión de residuos. 

Asegurar el acceso al agua significa afrontar una serie de desafíos ambientales interconectados. No menos importante es la crisis climática, un multiplicador de amenazas que aumentará la presión sobre los recursos hídricos, ya que las temperaturas más altas provocan un aumento tanto de las sequías como de la desertificación y amenazan a los glaciares de montaña, que son importantes reservorios de agua dulce. 

Peor con la crisis climática

Más allá de la crisis actual, la emergencia climática también está provocando nuevos riesgos de enfermedades infecciosas, cambiando su distribución geográfica y comportamiento estacional. Como resultado, nuestra capacidad para predecir y prepararnos para nuevos brotes de enfermedades infecciosas puede verse debilitada. 

Y el impacto no será igual para todos. “Las consecuencias repentinas del cambio climático afectan de forma desproporcionada a las personas con menos recursos, lo que aumenta su vulnerabilidad y amplifica las posibilidades de propagación de las enfermedades zoonóticas”, explica ONU Medioambiente.

Las enfermedades infecciosas se propagan de muchas maneras. Dos de las principales son de humano a humano, como el COVID-19, y las vectoriales transmitidas por otros animales, como mosquitos y pulgas. Al cambiar los patrones climáticos y los eventos extremos, la crisis climática tendrá un impacto en las enfermedades vectoriales, alterando la población, el alcance y la supervivencia de los animales que las portan.

Entre los ejemplos más importantes están el dengue y la malaria, ambos propagados por mosquitos. Las dos enfermedades son enormes desafíos para la salud pública y su transmisión se ve afectada por factores climáticos como la temperatura, la humedad y las precipitaciones. La malaria mató a más de 400.000 personas en 2018, el 67% fueron niños menores de 5 años. Alrededor de la mitad de la población mundial corre el riesgo de contraer la fiebre del dengue y se estima que cada año se producen entre 100 y 400 millones de infecciones. Aunque los síntomas son en su mayoría leves, puede convertirse en una enfermedad grave, que requiere de atención médica y es una de las principales causas de hospitalización y muerte en Asia y América latina. 

La crisis climática está haciendo que las condiciones sean más favorables para ambas. Datos que se remontan a la década de 1950 muestran que 9 de los 10 años más adecuados para la transmisión del dengue se produjeron desde 2000. Por su parte, la idoneidad climática para la transmisión de la malaria en las tierras altas de África para 2012-2107 fue un 30% más alta que la línea de base de los años 50. El futuro cambio climático puede hacer que las condiciones sean aún más adecuadas para la malaria, aunque tales predicciones son complicadas de hacer dada la complejidad. 

Para las enfermedades de transmisión entre humanos, como el COVID-19, el panorama es más complicado. La crisis climática no cambia el alcance geográfico de los humanos tan claramente como lo hace para los animales e insectos. No obstante, sí podría jugar un papel en algunos casos. En Estados Unidos, por ejemplo, las investigaciones sugieren que los inviernos más cálidos causados por la emergencia climática podrían traer temporadas de gripe más severas, con el riesgo de que un clima más cálido podría promover la transmisión sostenida, lo que llevaría a que la “temporada” de gripe dure todo el año.

Al adoptar el Acuerdo de París en 2015, casi 200 países se comprometieron a evitar que la temperatura media global ascienda por encima de 2°C respecto de los niveles preindustriales hacia fin de siglo y hacer todo lo posible para limitar ese calentamiento a 1,5°C. Para ello, las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) originadas en la actividad humana, deberían reducirse 45% de lo que eran en 2010 antes de 2030. Hoy, no estamos en vías de alcanzar esta meta, pero hay todavía una ventana de tiempo (cada vez más corta) para hacerlo.

En la actualidad, mitigar y adaptarse a la emergencia climática es más imperioso que nunca; no solo por los riesgos de futuras pandemias que podría traer consigo un mayor calentamiento global, sino también porque las medidas para prevenirlo también contribuyen a evitar nuevas crisis sanitarias. La reducción de la contaminación atmosférica mediante el recorte de los combustibles fósiles es una herramienta para mejorar la salud pública. La eliminación gradual de los combustibles fósiles podría evitar 3,6 millones de muertes prematuras cada año sólo por la contaminación del aire exterior y 5,6 millones si se incluye la contaminación procedente de la agricultura y los hogares. 

Esto, a su vez, también puede aportar beneficios secundarios al suministro de agua. Por ejemplo, en 2013, el consumo total de agua de la industria del carbón se estimaba en 22.700 millones de metros cúbicos metros por año, suficiente para satisfacer las necesidades de agua más básicas de 1200 millones de personas. La transición a la energía con base en fuentes que necesitan poca agua, como la eólica y la solar, así como la aplicación de la eficiencia energética, ayudaría a limitar la crisis climática y el estrés hídrico. 

El día después de mañana: estímulos económicos

Los efectos del COVID-19 se sienten más allá de nuestra salud y economía. En los últimos meses, con el freno de la actividad sin precedentes que las medidas de distanciamiento social trajeron como consecuencia, hemos sido testigos (virtuales o presenciales) de aires y aguas más limpios, cielos más celestes y retorno de especies, entre otros. La naturaleza, maravillosamente resiliente, nos demuestra que no es mucho lo que necesitamos hacer (o no hacer) para que que florezca nuevamente.

No obstante, cuando la crisis ceda, el imperativo será la recuperación económica. La pregunta es cómo será, en dónde pondrán el foco los gobiernos e industrias y si aprenderemos algo de esta pandemia y nos abocaremos a la construcción de un mundo más sano y equitativo para todos. Porque, según señaló David Quammen, si queremos evitar futuros coronavirus, debemos cambiar radicalmentente nuestros patrones de producción y consumo para reducir nuestra interferencia del mundo natural. Según dijo recientemente a la BBC, "no hay un ‘mundo natural’, es una frase errónea y artificial. Hay un mundo, y los seres humanos somos parte de él junto a los virus y los chimpancés y los murciélagos”.

Una de las claves aquí son los paquetes multimillonarios de estímulos económicos que los gobiernos están desplegando ante la pandemia y aquellos que desplegarán para reiniciar las economías de cada país y región a medida que lo peor de esto pase. En una declaración conjunta, los líderes de la Unión Europea señalaron que, tras la respuesta inmediata a la crisis sanitaria y los empleos en peligro, la recuperación económica se producirá conforme a los objetivos de su Pacto Verde, cuyo objetivo es conservar, proteger y mejorar el “capital natural” comunitario y proteger la salud y el bienestar de sus ciudadanos de los riesgos e impactos ambientales, todo ello con un espíritu “justo e inclusivo”.

Entre las voces que respaldan paquetes de estímulos más limpios y no fósiles, centrados en el clima y la biodiversidad, están el Banco Mundial y Michael Liebreich, de Bloomberg New Energy Finance. 

También el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, está haciendo oír su voz en este aspecto. En el Día de la Tierra pide unirnos para demandar un futuro saludable y resiliente para las personas y el planeta. Desde el pasado año había hecho un llamado a poner fin a los US$ 5,2 billones de subsidios a los combustibles fósiles, a que no se construyan nuevas plantas de carbón y que los mercados financieros pasen de ser sucios a ser limpios. 

Y no está solo. El Secretario General de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), Ángel Gurría, dijo a la BBC que “la responsabilidad intergeneracional más importante es preservar el planeta” e instó a los gobiernos a centrarse en “otras luchas que tenemos que librar”. A su vez, en un columna para The Economist, el exgobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, afirmó que el clima sigue siendo “la gran prueba” para los líderes, pidiéndoles que, después del COVID-19, se centren en la entrega de “un planeta apto para que nuestros nietos vivan”.

Incluso la reunión de Ministros de Finanzas del G20, que se llevó a cabo la semana pasada, puso el foco en el mismo tema mediante una declaración conjunta.​

En línea con los estímulos tendientes a mitigar no solo la crisis económica sino también la climática post-COVID-19, la Agencia Internacional de Energía Renovable (Irena, por sus siglas en inglés) publicó un nuevo informe que muestra que la descarbonización del sistema energético beneficia la recuperación a corto plazo, al tiempo que crea economías y sociedades resilientes e inclusivas. (Aquí el reporte completo).

Aunque el camino hacia una descarbonización más profunda requiere una inversión total en energía de hasta US$ 130.000 millones, los beneficios socioeconómicos de dicha inversión serían considerables en temas como empleo y crecimiento económico, según revela el reporte. El mundo, sin duda, tiene una oportunidad de salir del COVID-19 de una mejor forma de cómo trataba al planeta en tiempos de pre-pandemia.  

Fuente: Latin Clima

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