"La huerta escolar es la mejor manera de enseñar biología"

Daniel Loyola, a cargo por tres décadas de la huerta de la Gurruchaga, destaca el valor pedagógico del espacio.

Alimentos y Tóxicos11/06/2020
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“Todavía no caigo que no voy a venir más”. En la voz de Daniel Loyola no hay melancolía, sino más bien la satisfacción de la tarea cumplida y el deseo de que el proyecto pueda continuar. Treinta años pasó Daniel en la docencia y casi el mismo tiempo en el Complejo Gurruchaga, como coordinador de la huerta escolar. Son sus últimos días como docente en actividad, una profesión que ama y aún hoy abraza. Mientras charla con La Capital en una mesa de la planta piloto ubicada en el fondo del predio —con amasadora, sobadora, procesadora y hasta un horno pastelero; aunque para los chicos de la primaria es simplemente “la cocina de la huerta”— dos nenas entran y saludan al profe. Le piden un vaso de agua y salen. Afuera, los chicos y chicas festejan el fin de curso y sus risas es la música de fondo de la entrevista. Adentro, en la salita, Daniel repasa los recuerdos y anécdotas que acumuló en sus tres décadas en el magisterio. Este año recibió una distinción del gobierno provincial.

El “profe de la huerta” cursó la primaria en la Escuela Nº 6.383 Estanislao López, de Montevideo y Provincias Unidas. Hizo los primeros años de la secundaria en el ex Nacional 2 y, como en tercer año empezó a trabajar, terminó en el ex Nacional Nº 1. Se recibió de profesor de ciencias naturales y sus inicios en la docencia fueron en la Escuela Técnica Nº 346 de barrio Godoy, donde también dio sus primeros pasos con un proyecto de huerta. “Todavía no era una huerta orgánica. Pero la escuela está en una zona con mucha inmigración interna de familias de Chaco, Formosa, Corrientes. Entonces el Ministerio pidió un proyecto que los chicos puedan realizar y los vegetales son lo más rápido que pueden ver crecer, porque ponés una semillita y a los siete o diez días, depende la estación, ya tenés la plantita”, explica. Al poco tiempo comenzó a dar clases en el Complejo Gurruchaga, tanto en la huerta como en los talleres de ciencia que había al mediodía.

La huerta de la Gurru está a unas dos cuadras de la escuela primaria y la secundaria, en Salta al 3100. A mitad de cuadra, sobre un amplio portón, dos carteles con la estética de los fileteados anuncian: “Complejo Gurruchaga” y “Huerta y planta piloto”. En los comienzos, los chicos y chicas que iban a la huerta tenían clases en una pequeña salita ubicada en la parte de adelante del predio, un sitio que hoy funciona como depósito. Sentados en banquitos donados por el Banco Coinag, el profe Daniel arrancaba la jornada escribiendo en el pizarrón las actividades del día y después salían. “Eso —aclara— era para que los padres sepan qué íbamos haciendo, los chicos llevaban un registro de cómo estaba el día, el viento, la temperatura mínima y la máxima. Porque en esto también es muy importante el apoyo de la familia”. Entre sus recuerdos está presente el de esa mamá que un día le llevó un libro de plantas medicinales que había pertenecido a su papá boticario.

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Rodilla en tierra

Detrás del portón hay un cantero central que Daniel recorre de memoria. Mientras avanza va señalando a un costado y otro. “Acá está el maíz, acá la albahaca, acá el tomate que todavía está verde. Y fijate allá, ese árbol del vecino que tira las ramas para este lado, es de olivo. Con eso los chicos de quinto de la secundaria preparan aceites”, describe. Pero ya para diciembre son pocas las plantas de la huerta que quedan. Pocos rastros quedan ya de zapallito y calabaza. Es que, como cada fin de año, los alumnos y alumnas se llevan a sus casas algunas plantitas e incluso los almácigos. “Eso es lo bueno de la huerta también —dice el docente—, los pibes se llevan las plantas a la casa, se las damos en una cajita y le anotamos qué es cada cosa”. También recuerda aquellos comienzos donde la escuela, como una forma de mostrar al barrio el proyecto, había decidido vender esos productos en la Plaza de las Américas que está frente al Complejo.

En uno de los muros internos de la huerta hay un cuadro que detalla temporada de siembra de cada especie, días de cosecha y hasta la distancia que debe haber entre las plantas. Gracias al apoyo del programa Prohuerta del Inta, reciben las semillas de estación.

Cada planta dispara una anécdota. Como las cebollas comunes, que los chicos dejan en tierra para hacerlas de verdeo. Los que se llevan diez hojitas de lechuga y se preparan su propia ensalada para comer. O aquel nene que no comía remolacha, pero cuando se llevó a su casa la planta roja empezó a comerla: era la que él había visto crecer en la huerta de la escuela. Pero uno de los experimentos más populares entre los alumnos es sin duda cuando derraman una gota de agua sobre una capuchina o taco de reina, cuyas hojas hidrofóbicas impiden que el líquido las penetre.

A la huerta los chicos y chicas van a tomar contacto directo con la naturaleza, a aprender con la rodilla y las manos entre la tierra. Por eso al comienzo de cada año, Daniel les pedía a los padres un par de guantes, gorrito y zapatillas que se puedan ensuciar. “Al principio algunos se enojaban porque el nene volvía sucio de la huerta, pero esa es la idea del contacto con la naturaleza, porque los más chiquitos se ponen a escarbar y cuando encuentran una lombriz es todo un acontecimiento”, apunta.

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Una herramienta pedagógica

En tiempos de clases, los chicos de la secundaria entran a las 7.45 y un rato después los de primaria. Una vez por semana cada curso tiene clases de huerta. Para el docente, el proyecto que le tocó coordinar por tres décadas en la Gurruchaga es una herramienta didáctica que incluso pudo desarrollar con profesores de otras materias, como los de plástica que trabajaron los colores a partir de las pigmentaciones de las hojas. La huerta como un aula más, integrada al proyecto pedagógico de la Gurru. “Es la mejor manera de dar biología”, asegura Loyola. Y explica: “Todas las experiencias que aparecen en los libros nosotros las pudimos volcar acá, desde hacer una clasificación de hojas hasta recolección de insectos y catalogarlos. O ver las ootecas, esos depósitos donde los insectos dejan los huevos en invierno para que puedan nacer en primavera. Bueno, las guardábamos en un frasco y los chicos veían el nacimiento de la mariposa. O los hacemos usar el celular como microscopio y para que saquen fotos de los insectos y las plantas. La escuela es formadora de hábitos y en un país donde se quiere desarrollar científicamente a los chicos esto es ideal”.

Con 63 años a cuestas y casi la mitad de su vida como coordinador de la huerta, Loyola teme ahora que la escuela pierda el cargo. “Tengo horas de huerta que se van a perder, que las quieren dar de baja cuando me jubile”, lamenta, mientras espera que las gestiones iniciadas para revertir esta situación lleguen a buen puerto. Luis Abella, vicedirector de la escuela, se suma a la charla y explica que, como la huerta no forma parte de la currícula de tecnología de los alimentos —una de las terminalidades de la escuela—, están dentro de un espacio llamado Función Institucional Docente (FID), que cuando se va el docente —por traslado o en este caso jubilación— esas horas también se irían. “Lo que pasa —agrega— es que huerta forma parte del ADN de la Gurruchaga, porque los alumnos desde que son muy chiquitos hasta que termina el secundario vienen acá a aprender”.

En septiembre pasado, para el Día del Maestro, Daniel Loyola fue uno de los docentes premiados por el Ministerio de Educación de Santa Fe con la distinción “Camino de la educación santafesina”, una instancia donde las escuelas proponen referentes —actuales o históricos— para rendirles homenaje por su tarea. Mientras mira el suelo dice que ese premio lo llenó y aún lo llena de alegría: “Que tus compañeros te reconozcan no es poco. Hay cosas que te emocionan y te dan ganas de abrazar a todos, a docentes y alumnos”.

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Sus últimos días en la escuela para Daniel Loyola estuvieron cargados de cariño y reconocimiento. El de sus colegas y de sus alumnos y alumnas se hizo sentir en cada pasillo. O en la ovación que recibió cuando fue invitado a participar de la entrega de diplomas de los egresados de sexto año de la secundaria. La última entrega de medallas que vivió como docente de la institución. Como a las plantas, a esos graduados los vio crecer desde muy chicos. Desde que eran semillitas.

También se suman las anécdotas personales. Como ese infarto que tuvo camino desde la escuela a la huerta —“cuando me pasó me senté en el banquito de la plaza, esperé y después me fui hasta Urquiza a tomar el 142 hasta mi casa”, cuenta—, o el trayecto ida y vuelta hasta Coronda en un Citröen Ami 8 bordó para dar tres horas cátedras que había titularizado. También el recuerdo de sus alumnos que hoy son dirigentes de Ciudad Futura.

“Siempre digo que si vuelvo a nacer soy docente”, afirma Loyola. Mientras dice estas palabras mira de reojo por la ventana, donde se ve a los nenes y nenas de la primaria divirtiéndose en la huerta. No puede evitar mirarlos y mirarse a sí mismo. “Yo también aprendí mucho de ellos, te enseñan el amor a la naturaleza y a los seres vivos. Soy feliz dando clases. Estudié por vocación y me gustaría seguir en algún proyecto relacionado con esto. Porque este espacio da para un montón de cosas”. Le quedaron ideas a concretar, como un biodigestor para generar gas a través de residuos orgánicos. Y para el cierre deja una reflexión: “Para ser un buen docente hay que ser honesto con uno mismo. Cuando no se sabe algo decir «no sé». Tener compromiso, llegar siempre a horario, vestirse medianamente acorde, porque para los chicos sos su modelo. Y sobre todo escuchar, escuchar y escuchar”.

Fuente: La Capital 



 


 


 

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