Las manchas de la fumigación

Un pequeño pueblo del norte argentino llamado Avia Terai se ha vuelto la nueva Meca del peregrinaje periodístico internacional: la BBC, CNN, Al Jazeera o Associated Press atraviesan el mundo para visitar a sus 5 mil habitantes

Alimentos y Tóxicos 14/07/2022
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La lista de cosas que no tienen los habitantes de Avia Terai incluye agua corriente, un hospital en condiciones y asfalto en la mayoría de las calles. Que alguien en ese pueblo polvoriento y caluroso de poco más de cinco mil habitantes ubicado en el pobrísimo corazón del norte argentino conozca a una estrella de rock europea es improbable. Pero de algún modo ocurrió. Y ocurrió gracias a la lista de cosas que sí tiene Avia Terai: un número insólito de periodistas internacionales y un número aún más insólito de niños enfermos que los atrae.

En 2013, un censo realizado por la misma comunidad contabilizó 101 menores discapacitados. El pueblo no tiene una escuela para ellos. Lo que sí tiene es la posibilidad de participar en Mombay, la única comparsa de discapacitados del país, a la que los chicos del municipio de San Martín, del que este pueblo es parte, asisten cada carnaval, en un extraño acto de celebración o de fe. Algo que también parece haber de sobra por acá.

La fe en Avia Terai se reparte entre las construcciones más nuevas del pueblo. Los templos, de distintos credos, sobre todo evangélicos, están entre las viviendas más antiguas —las que surgieron con los trabajadores que llegaron tentados con las oportunidades del campo de principio de siglo, la expansión ferroviaria y la instalación del matadero que todavía funciona— y entre las más precarias: casas hechas de sobras, madera y plástico que habitan los que llegaron en los últimos años expulsados del monte o huyendo de una miseria peor en asentamientos cercanos. Finalmente, los templos también supieron encontrar su lugar en los barrios jóvenes, los que construyó el gobierno local con el dinero de programas sociales del Estado Nacional a algunas de las madres solteras y los discapacitados.

Lo que piden los creyentes podría ser llamado “derechos” en otros lugares, pero en este pueblo se le llama milagros. Y para obtener milagros en Avia Terai no sólo se reza sino que, además, se practica el raro ritual de mostrarle los pesares a la prensa.

Los vecinos aseguran que antes de la llegada de Getty Images, Al Jazeera, BBC, Associated Press o la CNN, entre tantos, todo era peor: si ahora hay asfalto en algunas calles, un hospital que funciona más o menos, y agua dos horas por día, es porque los periodistas que llegaron para mostrar a esos niños con enfermedades extrañas terminaron por reflejar que, además, esos niños vivían en condiciones deplorables.

A Silvia Ponce le pasó: cree más en Dios que en la prensa pero sabe que fue gracias a que diferentes medios mostraron a su hija que terminó por conseguir una casa. Algo que nunca, en sus 28 años, había tenido.

Nacida en este pueblo, Silvia fue criada a 25 kilómetros, en la ciudad cabecera del municipio, Sáenz Peña, porque sus padres, que trabajaban esporádicamente en la cosecha de algodón, no tenían ni para comer cuando estaban juntos y menos aún cuando se separaron. Por eso la entregaron a su abuela, que la alimentó y vistió como pudo hasta que vio que estaba en condiciones de defenderse sola. Silvia tenía 14 cuando armó el bolso y volvió a Avia Terai a ver a su padre. Pero no funcionó. Entonces buscó a su madre, y tampoco. Su adolescencia transcurrió en la calle, en su propio pueblo, ante la indiferencia del hombre con el que primero tuvo una hija, después dos, después tres. Aixa nació en 2007 y fue la tercera, la niña de las manchas negras, como la bautizaron en el pueblo, porque nació cubierta de lunares de distintos tamaños, como un yaguareté, un dálmata, algo de otro planeta.

Los vecinos la compararon con muchas cosas, pero sobre todo le huyeron como a la peste. Sin saber de qué se trataba lo que afectaba a su hija, Silvia hizo su propia evangelización entre ellos, convenciéndolos sin demasiadas herramientas de que lo que fuera que tenía Aixa no era contagioso. Aunque el misterio que rodeaba su enfermedad recién se resolvería años después.

Aixa creció sin diagnóstico ni tratamiento y con ella, además de las manchas, crecieron los tres tumores informes que le sobresalían de la espalda. Eso era lo que realmente asustaba a Silvia, la parte del cuerpo de su hija que no le dejaba ver a nadie. Tampoco a Ángel, el hombre que conoció cuando Aixa empezaba a caminar y con el que se casó. Mucho menos a los periodistas que de la noche a la mañana empezaron a visitar Avia Terai con cámaras de fotos y filmadoras para mostrar los efectos que estaba teniendo el boom de la soja, un cultivo transgénico que los empresarios del agro habían logrado extender desde el corazón de la región pampeana hasta los pueblos del norte del país, convirtiendo a algunos de ellos en un rejunte absurdo de casitas en medio de un verde fogoso, y a sus habitantes, que empezaron a ser fumigados junto con los campos, en un experimento a cielo abierto.

El secreto de este cultivo de semillas transgénicas introducidas en Argentina en 1996 por la empresa Monsanto es su capacidad para sobrevivir al herbicida llamado glifosato: un veneno que mata toda planta que no sea la soja, volviendo la producción agrícola mucho más sencilla. Debido a que este cultivo no necesita prácticamente de mano de obra, y al fuerte impulso de sus precios internacionales, en 15 años la soja se extendió sobre las pasturas de los históricos campos ganaderos y los tambos, sobre tradicionales estancias frutales, sobre montes y bosques nativos de los que ahora queda apenas 30 por ciento. Según datos del Ministerio de Economía, la soja pasó de ocupar cinco millones de hectáreas a 20 millones: casi 60 por ciento del suelo cultivable en la Argentina, la principal exportación y 30 por ciento de las divisas que ingresan del exterior. En ese camino también creció exponencialmente el uso de agroquímicos, que aumentó en mil por ciento. Se trata de 330 millones de litros (200 millones de glifosato y más de 100 millones de otros) que empezaron a ser pulverizados sobre los suelos, los techos de las casas, los tanques de agua, las panzas de esas mujeres que, cuando nadie hablaba de los enfermos, salían a mirar los aviones como quien sale a ver una remontada de cometas.

Si bien la empresa siempre aseguró que el glifosato es inocuo, y que no es necesario combinar ese agroquímico con ningún otro, las sospechas sobre la aplicación mucho mayor de ese producto (sospechas confirmadas por los datos comerciales, que exponían números de venta de herbicidas que superaban ampliamente los dos litros por hectáreas recomendables), sus combinaciones con otras sustancias más tóxicas y el daño que el combo productivo podía generar, empezaron a aparecer en diferentes partes del país. En provincias como la del Chaco, los médicos registraron pueblos donde los nacimientos con malformaciones habían aumentado dramáticamente (en 2010 un informe de salud y contaminación encargado por el Ministerio de Salud de esa provincia revelaría que el aumento había sido de 400 por ciento). También se encontraron cada vez con más casos de abortos espontáneos, cáncer (el mismo informe establecía 30 por ciento de afectados en algunos pueblos, cuando la media nacional es de 18), alergias y enfermedades raras que se manifestaban bajo la forma de escamas o manchas en la piel. Hubo científicos en el Chaco que pidieron colaboración al gobierno para profundizar sus estudios, como el bioquímico Horacio Lucero, que desde mediados de los noventa no dejaba de sorprenderse con lo que estaba viendo en su laboratorio, donde analizaba la sangre de esas madres, padres y bebés. Pero las alarmas fueron desoídas, o enterradas en comisiones de investigación que se desarticularon al poco tiempo de inaguradas.

En ese contexto, los vecinos afectados entendieron que volver visible el problema podía ser un modo de salvarse. Por eso, al igual que otras madres, Silvia mostró a Aixa en los diarios y la televisión y respondió con paciencia las mismas preguntas de los periodistas que querían saber si le habían arrojado pesticidas estando embarazada, si sabía el peligro que escondían los agroquímicos, si alguien había establecido el vínculo entre la enfermedad de su hija y esos venenos. Ella respondía sí, no, y no.

Antes de cumplir cinco años, Aixa había sido retratada, junto con otros niños de su barrio, en medios locales y algunos internacionales. Cada visita de los periodistas implicaba horas de grabación, jornadas agotadoras que, en algún momento, Silvia empezó a creer no le servían para nada más que para incomodar el ritmo familiar que, con tantos hijos, era de por sí agitado. Pero, cuando estaba madurando la idea de dejar de atender a la prensa, la llamaron de la intendencia para ofrecerle una casa. Porque no quedaba bien que, además de la enfermedad, mostraran que en ese pueblo se vivía en ranchos que se caían a pedazos, y que las mujeres como ella andaban juntando agua de los charcos en tambos de herbicida.

En su nuevo hogar, Silvia recibió a una serie de periodistas más. Aixa posó para la cámara haciendo su tarea de la escuela, jugando con otros niños, escondida detrás del cuerpo de su madre. Hasta que Silvia volvió a preguntarse para qué le serviría todo eso y tomó la decisión de no volver a recibir a los periodistas, pero entonces ocurrió algo todavía más inesperado: Marco Vernaschi, uno de los tantos fotógrafos que habían pasado por su casa, la llamó para decirle que un músico inglés, del que ella nunca había oído hablar, había visto su caso en una revista y ofrecía todo el dinero que hiciera falta para realizarle un tratamiento y resolver la incógnita más compleja: si los agroquímicos eran los responsables de que la niña hubiera nacido así.

Silvia entendió que se trataba de un milagro, tal vez el primero de Avia Terai, y después tuvo que ponerse a pensar en muchas cosas más. El fotógrafo le había dicho que a Aixa la iban a atender en la ciudad de Buenos Aires, pero ella estaba a poco de parir a su séptimo hijo y, si se iba, dejaría a su marido solo atendiendo a los otros cinco, uno de ellos un bebé que apenas había pasado el año. Además, ella nunca antes había tomado un avión en su vida y no podía imaginarse cómo sería la ciudad.

Pero el fotógrafo, que creó una fundación en Argentina llamada Biophilia, desde la cual se impulsarían economías regionales y se realizarían campañas contra los agroquímicos, ya tenía todo preparado: un médico amigo se ofrecía a asesorarlo, una clínica privada estaba dispuesta a aceptar un depósito de dinero en una cuenta en Suiza, y diciembre de 2014 y enero de 2015 libres para ocuparse del asunto. Silvia sólo tenía que conseguir un certificado que dijera que su embarazo era de seis meses para poder volar sin problemas, armar un bolso y contarle todo esto a la menor cantidad de personas posible, porque lo único que había pedido el músico a cambio era mantener el anonimato.

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Es 10 de diciembre de 2014. Hace una semana que Silvia y Aixa llegaron a Buenos Aires, y Silvia está exhausta. La panza le pesa más con la humedad. El tiempo en la clínica privada Fundación Hospitalaria transcurre lento, tan lento que ya prácticamente olvidó el viaje en avión, el aeropuerto, las calles de Buenos Aires, el zoológico al que el fotógrafo las llevó antes de internarlas. Para Aixa, en cambio, lo horroroso, aparte de los pinchazos para sacarle sangre, es el color de la pared. “Parece una habitación de viejitos”, dice mientras pega y despega las figuritas de hadas del esmalte verde oliva que se descascara hacia los ángulos. En el espaldar metálico de su cama dejó sujeto el globo rojo de helio que compraron en el zoológico y que ya empieza a desinflarse. Sobre la cama hay una muñeca de rizos rubios, todavía con el olor frutado del plástico nuevo. Entre figurita y figurita, Aixa tira del piolín de la espalda y la muñeca repite su nombre y pregunta cómo estás. “Nunca habíamos recibido tantos regalos”, dice Silvia mientras envía mensajes con su celular a su marido y sus otros hijos.

—¿Les escribís todos los días?
—Sí, varias veces por día. Pero lo único que me preguntan es cuándo volvemos.

Silvia no es una mujer ansiosa, pero sí arisca. Tiene la rudeza de los que sobrevivieron y lograron hacerse espacio en un mundo que una y otra vez les recuerda que sobran, que no los necesitan. El fastidio tal vez sea producto de estos días, de estar encerrada y pensar, cada tanto, que esta nueva oportunidad puede ser tan inútil como las anteriores: en Chaco, en los últimos años, a Aixa la vieron varios médicos, le sacaron sangre, le hicieron radiografías, pero nunca pudieron brindarle un diagnóstico certero. “No te das una idea las veces que la llevé a la salita médica, al hospital de Sáenz Peña, al de Resistencia (capital de Chaco). Y daba lo mismo caminar esas cuadras hasta la salita médica, hacer 25 kilómetros o 400 hasta el hospital: nunca supimos qué tenía.” Por eso un año y medio atrás dejó de llevar a su hija al médico. Porque, más allá de las manchas, Aixa parecía una niña sana y, además, porque Silvia tenía problemas peores: la pobreza, tantos hijos, el cansancio.

—Cuando venía para acá pensaba en mi vecina: ella sí la tiene difícil con la que le tocó. Su hija no se puede ni levantar, ni hablar, sólo crece. Lo de Aixa en ese sentido no es tan grave. Pero por ahí llama más la atención.

Aixa escucha a su madre, atenta. No la interrumpe, no la corrige, no hace nada de todo lo que uno espera de una nena de siete años. Escucha y espera hasta que se hace un silencio hondo y entonces sí:
—La señorita de mi escuela dice que soy la mejor alumna.
—¿Ves? —dice Silvia, guiñándome el ojo con orgullo—. Es inteligente y también me salió creída.
—Y puedo ir a dar una vuelta ahora, ¿no? —pregunta Aixa.
Silvia mira hacia el techo como diciéndole hacé lo que quieras y Aixa me dice: “¿Me acompañás?”

El hospital al que las trajeron es pequeño y especializado en niños. En unos días va a ser Navidad y hay dibujos de Papá Noel en la sala de juegos. Por lo demás, es un lugar oscuro que gira sobre sí mismo como un caracol. El calor lo rellena en las vueltas donde el aire acondicionado no alcanza. El único espacio con ventanas es el bar. Aixa elige una mesa de dos y la silla que mira hacia la televisión que transmite Discovery Kids sin sonido. Pide un jugo multifruta, una porción de pan tostado y dulce de durazno. El mozo, que no llega a los veinte años y tiene la cara llena de granos, la mira con pena y trae el pedido a una velocidad admirable. Iluminada por la luz del sol que llega del ventanal, los incontables lunares de distintos tamaños que la cubren entera, hasta los dedos, los labios y los párpados, parecieran llamar más la atención. Le pregunto si le molesta.

—No, no me molestan las preguntas —dice.

Tampoco le molesta que alguien escriba otra vez sobre ella.
—Sólo no me gustan las fotos.
—¿Por qué?
—¿Y a vos? ¿Te gustaría?
—¿Qué?
—¿Que él, y él, y él, y él, y él tengan fotos tuyas si ni los conocés?

Las mesas que señala están ocupadas por hombres solos frente a un diario, con una Coca Cola y tazas de café. Aixa me mira fijo mientras revolea con displicencia el pan tostado chorreado de dulce, y se responde sola:
—No. No te gustaría. Bueno, a mí tampoco. Si las fotos que me sacan salieran en mi barrio sería distinto, pero así, entre extraños, imagínate.

Su voz es suave, musical, habla mezclando el vos y el tú de una forma muy graciosa y tiene una belleza exótica que en otro universo podría ser celebrada, pero en éste la acerca a las páginas de ciencia.

—¿Y por qué creés que te sacan fotos?
—¿Si sabes para qué preguntás? Uf. Es fácil. Por esto. Les llama la atención esto —dice, y haciendo una reverencia acaricia el aire que bordea su cuerpo de la cabeza a los pies, la remera blanca con volados en los hombros, el short celeste, las sandalias y su piel: esa piel fina repleta de manchas.
—¿Te molestan?
—Mjm —responde, sacudiendo la cabeza en un no inmenso—. Éstas no me molestan nada. Sólo las otras.

A los tumores que tiene en la espalda no los nombra, no los muestra, nunca los ha dejado fotografiar. No le duelen, pero de un tiempo a esta parte empezaron a crecer. Por eso estar aquí la tiene esperanzada.
—Me dijeron que ésas ya me las sacan todas. Pero todas, ¿eh?

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A Silvia no le gusta que su hija sea famosa. Días atrás un médico le dijo: “La conozco a ella por las revistas”, y Silvia sintió que era verdad lo que un grupo de vecinos le había gritado: mala madre.

—Yo casi no sé leer, no compro diarios, no tengo internet —dice—. ¿Cómo iba a saber que su carita estaba por todos lados?

Para Silvia la desgracia son las fotos. Esa necesidad colectiva de mirar y esa maquinaria que la abastece reproduciéndose sin fronteras en revistas, diarios, televisión, internet. En la red se pueden encontrar ensayos fotográficos de todo. También de los hijos del Napalm y del Agente Naranja: niños retrasados, mutilados, lacerados, descamados, con cáncer. El daño evidente es acompañado por escuetos epígrafes porque no hace falta más. La guerra química ensayada por Estados Unidos en Vietnam buscó hacer un daño peor al exterminio, y ahí está el resultado: el ADN fallado e irreparable, reproduciendo con persistencia su error en el nacimiento de los bebés durante varias generaciones. En el campo argentino no hubo un bombardeo pero desde hace 20 años los venenos son arrojados de a toneladas sobre los cultivos, sobre las aguas, sobre las personas, produciendo problemas respiratorios, de corazón, alergias, malformaciones, tumores. A veces son seis en algún pueblo, diez en otro, veinte en pocas cuadras. Hay casos únicos en casas perdidas en el bosque. Están en toda el área rural de la Argentina, y, si bien las estadísticas fiables son prácticamente inexistentes, algunos números quedaron reflejados en informes sanitarios como el que hizo el Ministerio de Salud del Chaco en 2010. A nivel nacional, el Ministerio de Salud realizó un escueto informe en 2012, en el cual exponía que había pueblos rurales dentro de Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba y Misiones donde el índice de cáncer era, también, doce por ciento más que lo esperable. Entonces, se reconoció que para regular las fumigaciones hacía falta trabajar en una ley nacional que todavía no existe. El control de las aplicaciones de agroquímicos en Argentina depende de cada localidad. Así, hay lugares donde el límite entre las pulverizaciones y las viviendas puede ser de 200 metros, otros de 500, o de 1500. 
Y hay lugares donde los vecinos denuncian que no se cumple ninguna ley. Como en Chaco. En pueblos como Avia Terai.

Si bien los enfermos deambulaban por el pueblo desde hacía años, la primera en divulgar lo que hasta entonces sólo se rumoreaba —que las enfermedades estaban relacionadas con el uso de agroquímicos— fue Caterina Pardo, en 2006. Caterina tenía entonces 14 años y no conocía mucho más que Avia Terai, el lugar donde había nacido y desde el que había visto al campo sembrado crecer hasta rodear su escuela. Por eso, cuando la maestra les propuso presentar un proyecto para la feria de ciencias, ella no lo dudó. “En la escuela estaba repleto de chicos que se sentían mal, que venían mareados, que tenían alergia. Mi maestra se estaba mudando porque se desmayaba y nadie sabía por qué. Mi mamá era maestra y estaba asustada. Resolver qué ocurría me pareció el mejor trabajo que podía hacer”, dice por teléfono ahora, mientras viaja de Chaco a Buenos Aires donde finalmente se radicó su madre para tratarse por cáncer.

Casi diez años atrás, la investigación llevó a Caterina y a sus compañeras a recorrer su pueblo, a entrevistar padres y madres y médicos. “Los vecinos sabían que algo raro ocurría, no había quién no tuviera a alguien cercano enfermo, y había médicos que no tenían dudas: Avia Terai estaba siendo envenenado.”

La investigación de Caterina fue creciendo hasta exponer lo que nadie antes: los aviones fumigadores tenían su ruta de pulverización sobre áreas donde había escuelas, caminos vecinales, casas. Los depósitos de veneno lindaban con los barrios. Había empresas de agroquímicos y multinacionales de mejoramiento vegetal habilitadas en el ingreso, como Mandiyú SRL, que produce semillas transgénicas para empresas multinacionales, o Ciagro S.A., que tiene campos experimentales. “Mostramos también que si bien en Avia Terai había una ley de biocidas que regula la aplicación de agroquímicos, nadie la estaba respetando.”

Como si hubiera sido una investigación publicada por un diario nacional, el trabajo de ciencias terminó involucrando tantas personas que un vecino se animó a hacer una denuncia formal. Eso desató la furia de los productores sojeros y desencadenó una guerra entre vecinos y empresarios que cada día amanece más irreconciliable: unos sostienen que los están matando, y los otros que sus productos son tan nocivos como baldazos de agua con sal.

Para dirimir el asunto no hay nada que pueda ser más imparcial que los números transformados en estadísticas, algo que en la Argentina prácticamente no existe pero que los médicos rurales y científicos locales están abocados a generar. Y así lo hacen: yendo casa por casa, investigando los registros de las salas de salud y, finalmente, forzando el acceso a los registros oficiales. En Avia Terai la red de salud más importante es la Red de Salud Popular Ramón Carrillo: un par de médicos y de abogados, más algunos voluntarios jóvenes, como Caterina Pardo, que han descubierto cada vez más enfermos 
y han elevado pedidos de atención al Ministerio de Salud de la provincia. Fue durante esas visitas que encontraron a Aixa, cuando todavía vagaba sin un hogar definitivo, con su madre y sus hermanas, y una enfermedad que los médicos de Buenos Aires, finalmente, dirán que aparece en 1 de cada 500 mil nacimientos, pero que en Avia Terai tiene 3 casos entre 400 niños.

Desde que el trabajo de Caterina Pardo alertó a los médicos y los médicos alertaron a la prensa local, los medios de comunicación no dejaron de llegar desde todas partes del mundo: desde los más renombrados hasta los más ignotos. No hay una ruta diagramada pero casi: los periodistas cuentan con presupuesto para tres o cuatro días, se alojan en Sáenz Peña, hablan con los médicos, muestran los campos, la precariedad de las viviendas, la falta de servicios, y registran en imágenes a los mismos enfermos. Un niño con parálisis cerebral que no sale de su cama. Otro con una expresión involuntaria de ojos aterrorizados. Dos hermanos con ojos blancos. Dos niños con el cuerpo siempre tenso e inmóvil. Una niña con muñones en vez de pies. Otro niño sin brazos. Otro con las piernas imposiblemente torcidas. Y Aixa. Hay muchas fotos suyas, pero una ha trascendido todas las fronteras. Aixa está sentada contra una pared pálida y húmeda, lleva puesto un short rosado y una remera violeta. Se abraza las piernas, hunde la boca en su rodilla derecha, esconde una mano bajo un pie, agazapada como un animal asustado. Desde ahí alza los ojos hacia la cámara que descubre su piel cubierta de manchas negras. El símbolo perfecto que reemplaza el relato del horror y dice sin vueltas: eso es lo que están haciendo con los niños en este paraje del fin del mundo.

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Cuando en la clínica le pregunté por esa foto, Silvia me miró con ojos furiosos y enterró la conversación por un buen rato, buscando las palabras, o descartando las malas, antes de decirme esto:
—Yo siento que desde que la descubrieron, los periodistas la tomaron a Aixa como si fuera una atracción. Y la mostraron sin permiso. Porque yo nunca quise que ella saliera sola en las fotos, como si viviera desprotegida.

—¿Pero vos sabías que a tu hija la estaban retratando?
—No me acuerdo. Son tantos los periodistas que vienen a Avia Terai: de Alemania, de Italia, de China, de Arabia. Yo a cada uno le expliqué que si querían sacar a Aixa lo tenían que hacer con toda la familia. Y que, además, yo no podía afirmar ni qué era lo que tenía ni por qué le había salido. Yo no sé si los sojeros con sus fumigaciones tienen la culpa de lo que le pasa a mi hija. Como tampoco sé qué hacen los periodistas con sus fotos cuando se van de mi casa.

—Hasta que viste esa foto.
—Hasta que me enteré de que esa foto estaba por todos lados. Fue mi hermano el que me contó porque cuando la vio casi me mata, y lo mismo los vecinos que me agarraron en la puerta de la escuela. Todos me preguntaron cómo exponía a Aixa, cómo exponía al pueblo. Porque acá si te metés con la soja te metés con la guita, con la intendencia; no sabés lo que es vivir ahí.

La fotógrafa Natacha Pisarenko comprende la situación, el dolor, la lucha de vecinos en que se convirtió el campo, sobre todo en un lugar como Avia Terai. “Pero Silvia estaba al lado mío cuando saqué la foto de su hija para AP”, asegura. “Tal vez no imaginó que saldría por todos lados. Yo tampoco. Eso es inmanejable.” La imagen de Aixa recorrió el mundo como un emblema poderoso. La televisión coreana, por ejemplo, la mostró para desplegar un relato de misterio. “¿Por casualidad han escuchado la historia de la niña de las manchas? Su foto está subida a internet y la llamaron así: la niña de las manchas. Es una niña de aproximadamente seis años. Tiene en los brazos, las piernas y hasta la cara con grandes y pequeñas manchas que la cubren. ¿Qué está sucediendo con esta niña que vive en Argentina?” La presentadora habla con voz dramática mientras acerca y aleja la foto de Aixa. Luego, presenta a un cronista que viaja a Avia Terai para profundizar la misma historia que todos cuentan: algo envenenó la sangre de mujeres como Silvia, que terminaron pariendo niños pobres sin derecho siquiera a saber el nombre de la enfermedad con que nacieron.


Los sojeros nos gritaron que si nos molestan las fumigaciones nos metamos adentro de la casa cuando vemos que despegan los aviones.


Probar científicamente que la exposición a agroquímicos en zonas rurales genera distintos tipos de cáncer y malformaciones no es una tarea fácil. Los caminos que tienen los científicos para probarlo son la generación de estadísiticas (relacionar el aumento del uso de agroquímicos y con el de determinadas patologías) y la comprobación en laboratorio. Ante las estadísticas, las empresas que defienden la inocuidad de sus productos esgrimen que las poblaciones no están sólo expuestas a agroquímicos, sino a otros contaminantes como metales pesados en el agua. Ese recurso de desestimación ha sido aplicado en otros casos, como las denuncias que recaían sobre la industria del tabaco. En el laboratorio la búsqueda se divide en dos: reproducir en condiciones de aislamiento qué sucede con embriones de otras especies cuando son expuestos a un veneno, o analizar la sangre de las personas presuntamente intoxicadas y ver si la estructura de sus células está dañada y de qué modo. Localmente, el primer camino lo recorrió el biólogo molecular Andrés Carrasco, que entre 2008 y 2009 expuso embriones anfibios a dosis mínimas de glifosato y demostró que el herbicida era mutagénico. Antes de publicar sus hallazgos en una revista científica internacional, Chemical Research in Toxicology, Carrasco los dio a conocer a la prensa, lo que inició una campaña de desprestigio en su contra que no terminó ni siquiera cuando la revista publicó su trabajo. El camino de contar micronúcleos anárquicos de células humanas y aberraciones cromosómicas es el que emprendió Horacio Lucero desde su laboratorio en la Universidad del Nordeste, y es también el que llevó adelante un equipo de investigadores de la Universidad Nacional de Río Cuarto en Córdoba, liderado por el médico veterinario Fernando Mañas. En ese último trabajo, publicado en la Revista Argentina de Pediatría en abril de 2015, se encontró una diferencia significativa entre las células de los niños expuestos a agroquímicos en zonas rurales y el grupo de control urbano, y se expuso que 40 por ciento presentaba alguna patología. Un mes antes, el IARC —el instituto dedicado al cáncer de la OMS— reunió a 17 expertos de 11 países con estudios de ese tipo, y elevó al glifosato a la categoría de posible cancerígeno. Pero nada de eso parece suficiente, y ni siquiera es tomado en cuenta para atender un pedido que los científicos hacen desde hace años al Estado Nacional: ampararse en el principio precautorio, un derecho constitucional que obligaría a restringir fuertemente las fumigaciones hasta que los estudios fueran conclusivos.

Por el momento Silvia —al igual que 12 millones de personas que viven en las periferias de los campos argentinos según el último censo— sigue dando su batalla.

—¿Qué sucedió cuando en 2013 salió la foto de Aixa?
—Hubo otra reunión con los sojeros. Ellos nos gritaron lo que nos gritan siempre: que llegaron primero. Que antes que nada había campos, que los campos estaban antes que el pueblo. Y que si nos molestan las fumigaciones nos metamos adentro de la casa cuando vemos que despegan los aviones.

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Después de pasar más de dos semanas sin Silvia en Avia Terai, Ángel, al cuidado de los cinco hijos, estuvo tomando sus recaudos: cada día salió a su trabajo de ladrillero llevándose a los chicos con él antes del amanecer. Sin despegarse ni un momento, hizo con ellos las compras, el lavado de la ropa, ordenó la casa. En Buenos Aires, mientras tanto, Silvia siguió en esta habitación que ya no tenía el globo rojo de helio ni las figuritas de hadas en la pared, porque Aixa había preferido guardarlas para su casa.

En la mañana del martes, cuando trajeron el desayuno, Silvia imaginó que el día iba a transcurrir en una nueva rutina aburridísima, pero en cambio recibió dos noticias. La primera, el nombre de la enfermedad que tiene Aixa, y que devela el misterio: nevo melanocítico congénito, una mutación genética que hizo que las células encargadas de producir melanina y dar color a la piel sufrieran una migración errónea y se acumularan anormalmente, imprimiéndose como marcas caprichosas. En la mayoría de los casos, esa falla es casi imperceptible: un lunar, pecas, alguna mancha más grande. Para unos pocos como Aixa la manifestación es gigante, un espeso parche oscuro —el que ella tiene en la espalda— con infinidad de satélites pigmentados de distintos tamaños, algunos coronados por gruesos pelos negros. La segunda noticia fue la fecha de la operación para la extracción y biopsia de los tumores: el  día siguiente.

Pero si Silvia no sintió entusiasmo con la noticia fue porque, después de que el pediatra le diera el diagnóstico, y el cirujano las indicaciones para la operación, entró al cuarto el médico genetista encargado de analizar el caso en el laboratorio. Hay sólo 92 médicos genetistas registrados en la sociedad que los núclea en Argentina. Uno de ellos, el tesorero, es Luis Marcelo Martínez: un hombre que roza los 40 años, robusto y exitoso, dueño de la empresa Gentrix, dedicada a estudios prenatales. Hasta esa mañana, Silvia no había escuchado su nombre. Tanto ella como Marco Vernaschi se referían al profesional que estudiaría el caso de Aixa en el laboratorio como el genetista de la clínica. Pero Martínez entró a la habitación y, en un tono que Silvia encontró entre burlón y prepotente, le preguntó cómo se le ocurría decir que lo que tenía su hija había sido provocado por agroquímicos. “¿Quién te dijo a vos que lo que tu hija tiene es culpa de los agroquímicos?”, dice que le dijo Martínez. “Tu hija tiene un problema genético. Si tuviera algo que ver con los agroquímicos todos en el pueblo nacerían iguales.”

—Hay aviones que están fumigando a miles de personas todo el tiempo —dice Martínez, en la oficina administrativa de la clínica donde el fotógrafo Marco Vernaschi lo citó para pedirle explicaciones.

Es una habitación pequeña, con un escritorio y una computadora que lo ocupa casi por completo. Todo el calor de diciembre está arrumbado en ese cuartucho. Junto a Martínez está la coordinadora de la clínica: una señora de poco más de sesenta años, voz suave, tailleur gris y zapatos bajitos que no quiere pararse, no quiere sentarse, que daría lo que fuera por no estar ahí, a punto de perder a una paciente por la que pagan en dólares o al único médico genetista de su staff. Vernaschi repite la pregunta, una y otra vez: ¿Por qué Martínez ingresó a la habitación e increpó a la paciente?

—Si la señora se sintió avasallada porque yo le digo algo que está fuera de lo que quieren escuchar, es un tema. Si tiene un problema con el que está fumigando, es otro. Yo te hablo de ciencia.

—Nosotros pedimos que le hicieran estudios genéticos, no nos imaginamos que la persona que estuviera a cargo iba a tener una postura tomada antes de hacerle los estudios —dice Vernaschi, mirando alternadamente a Martínez y a la administradora.

—No hay ningún estudio genético que le pueda hacer para ver si lo que tiene la nena lo provocaron los agroquímicos —dice el genetista—. Te lo digo como médico. No tengo intereses con ninguna corporación.

—No sé por qué decís eso. Yo no te acusé de nada. Aunque tu postura es muy rara.

—A ver, ¿cuántos casos como el de Aixa hay?

—Tres. Con el de ella tres. Entre 400 niños.

—Si vamos a hablar de amarillismo científico acá no hay nada más que hablar. Yo ya conocía este caso por las revistas y te puedo decir que no hay ningún estudio genético que vos le puedas hacer que te diga: sí, esto fue por efecto directo de un agrotóxico o de lo que fuera. Eso es ciencia ficción.

Mientras tanto, sola en el cuarto, Silvia maduraba una decisión definitiva que le transmitiría a Vernaschi cuando volviera:
—Yo no quiero que ese tipo estudie a Aixa. No me da confianza. ¿Para quién trabaja? Si él ya sabía todo antes de conocer a mi hija ya está, que le saquen lo que le tienen que sacar y listo.

“Con los sojeros es igual”, dice Silvia después. “No preguntan nada. Gritan. Yo no sé si saben por ejemplo que cuando te fumigan te hace llorar, te da ganas de vomitar, te hace doler mucho la cabeza. Si lo supieran, tal vez pensarían de otra manera. Además, no puede ser normal que si el veneno mata plantas, a uno no le haga nada, y menos al bebé que está creciendo adentro de la panza. Pero claro, los que saben son ellos.”

—¿Y si te confirmaran que efectivamente fue así? ¿Que lo que le pasa a tu hija es producto de que a vos te fumigaron estando embarazada?

—Voy y los mato. Y después me tengo que ir. Porque mi casa está rodeada de soja.

La vivienda social que Silvia recibió dos años atrás tiene tres habitaciones, cocina y living. Se trata de una casa para discapacitados construida con dinero del Estado Nacional por la fundación Sueños Compartidos (luego procesada por corrupción): un lote que se extiende hacia los campos de soja y termina junto al hangar donde descansan los aviones fumigadores.

Tras ese episodio, Marco Vernaschi logró que la Fundación Hospitalaria ingresara a Silvia como paciente para que pudiera parir ahí. El parto tenía fecha para los primeros días de enero, cuando Aixa ya se hubiera recuperado de la cirugía. Silvia tenía miedo al dolor del parto. Su hijo anterior había pesado más de cinco kilos y prefería una cesárea. Pero el obstetra de la clínica la convenció de que un parto natural sería más fácil —no tendría posoperatorio, suturas, días de reposo—, y a Silvia no le gusta discutir. Lo único que le rogó fue que accedieran a hacerle lo que en Chaco le habían negado dos embarazos atrás: una ligadura de trompas.

Y así fue. “Un parto suavecito, nada que ver con el anterior”, diría Silvia el 10 de enero, después de unas pocas contracciones, con un bebé que no llegaría a los tres kilos en sus brazos y al que ella decidiría llamar Marco, en gratitud al fotógrafo.

A Aixa le gustan los elefantes, las princesas, los libros de cuentos largos y Lisa Simpson. La mira en la tele y no puede evitar reírse aunque el pastor de su iglesia ya le dijo que a ésa la dibujó el diablo. Ahora también le gusta el músico inglés que les dio la plata para operarla y un poco, también, su música, aunque le resulta triste. A pedido de Vernaschi, antes de viajar de vuelta a Avia Terai, madre e hija grabaron un video: sentadas sobre un banco que tiene la forma de un corazón, Silvia tiene en brazos a Marco, su bebé, y Aixa está sonriendo a su derecha. Hay barullo y el bebé está a punto de llorar. Silvia habla rápido: “Te queremos agradecer todo lo que hiciste, el habernos ayudado. No tengo nada más para decir”.

Además de los tumores de la espalda, que le extirparon (y cuya biopsia confirmó que eran benignos), a Aixa le dieron a elegir, de las cientos de manchas con las que nació, dos que quisiera quitarse. Ella marcó las que estaban cubiertas de pelos en su mejilla izquierda. Por eso ahora tiene una cicatriz rosada que se cubre con un mechón de pelo. De los tumores no quiere hablar. El recuerdo de esas protuberancias que sobresalían de la parte baja de su espalda le resulta tan vergonzoso como haberlas tenido. Dice que no quiere operarse nunca más y que no le importa saber que el resto de las manchas van a quedarle como ahora. También que su hermano, que nació hace pocos días, es más llorón de lo que imaginaba y que espera que en su casa se vuelva más tranquilo.

—Odio estar acá: el ruido, los autos, extraño a mi hermana. Mi casa limpia. Y quiero volver a la escuela. Soy la mejor alumna, ¿te conté? Además, todo esto ya me tiene cansada.

No es una produccion propia, la fuente es Gato Pardo (.com) 

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