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La Patagonia chilena, en el extremo austral del mundo, destaca como un refugio de biodiversidad donde conviven alerces milenarios, huemules, pudúes, pingüinos de Magallanes y especies únicas como el delfín chileno. Sus ecosistemas, esenciales para capturar CO2 y sostener la vida y cultura de los pueblos originarios y las comunidades locales, se han visto transformados en las últimas décadas: las aguas prístinas que antes definían la región hoy son el epicentro de la salmonicultura, una de las industrias más potentes de Chile.
A pesar de que las especies de salmón que crían no son autóctonas, Chile es el segundo mayor productor mundial de salmón cultivado, solo después de Noruega. Según el Reporte de Exportación de Salmones del Consejo del Salmón, en 2024 los salmones chilenos llegaron a más de 80 países.
¿Y qué tiene que ver esta naturaleza inigualable con el hecho de que un cuarto de todo el salmón que consume el mundo sea criado en este país?¹: que esa producción masiva se lleva a cabo a costa del ambiente y las personas que lo habitan.
Los ecosistemas de la Patagonia chilena, custodiados históricamente por los pueblos originarios² y las comunidades locales, están entre los diez más afectados por el cambio climático y son las zonas más impactadas por la acuicultura a gran escala.
En un mundo cada vez más urbanizado y arrasado por el cemento, contar con “uno de los lugares más prístinos del planeta”³ es una fortuna. Sin embargo, la industria salmonera, que lidera la cría de peces en el país, no lo concibe así: regiones como Aysén y Los Lagos son testigos de los estragos que genera a su paso y pese a eso se sigue expandiendo hacia los extremos más australes.
Cifras y actores clave para entender la industria salmonera en Chile
La matriz exportadora de Chile está conformada, primero que nada, por el cobre, que representa la principal riqueza económica del país, pero cuyos beneficios monetarios han resultado en comunidades desplazadas y aire y agua contaminados.
Segundo que el cobre y mucho antes que la exportación de frutas, la madera o el vino, está el salmón: en 2024, las más de 780.000 toneladas de salmón exportado por Chile superaron los 6.300 millones de dólares. Eso representó el 6% del valor total de las exportaciones nacionales y el 17% de las exportaciones no mineras. En las regiones productoras como Los Lagos, Aysén y Magallanes, la salmonicultura aporta aún más: en conjunto, el 17,6% del PIB nacional⁴.
Chile produce y exporta tres especies de salmón: salmón Atlántico (Salmón salar, la mayoría va a EEUU), salmón Coho (la mayoría va congelado a Japón, por preferencias de consumo) y trucha arcoíris en menor medida⁵.
Pero, lejos de representar una demanda local o incluso nacional, este mercado responde a una requerimientos de afuera, dejando los restos de la cría intensiva en Chile y llevándose el producto a países como EE.UU, que en 2024 recibió casi la mitad (42%) de todo el salmón Atlántico que Chile produjo en el año, según el Reporte de Exportaciones elaborado por el Consejo del Salmón (2024).
El único país que supera en exportaciones de salmón a Chile es Noruega. Pero allá los procesos de control son mucho más rigurosos que en el Sur Global. Un estudio descubrió que los controles de Noruega están muy cerca del estándar ASC (Aquaculture Stewardship Council), un parámetro que analiza el desempeño ambiental de las granjas de salmón y que ha demostrado ser incluso más exigente que las regulaciones de cada país. Por el contrario, el mismo estudió encontró que las normativas chilenas son considerablemente menos estrictas que el estándar ASC.
Muchas empresas extranjeras aprovechan estas flexibilidades para cultivar salmones en Chile. Es decir, aplican en territorios ajenos las técnicas riesgosas que prohíben en sus países. Y, encima, se llevan el producto.
El caso de la salmonicultora Mowi es un buen ejemplo: en 2018 se le escaparon 690.000 salmones en el mar chileno por falta de control de seguridad en las jaulas. Casi 700.000 peces exóticos contaminados con antibióticos. Como agregan en EcoNews, este es solo uno de los riesgos ambientales de la salmonicultura.
Jaulas de salmones. (Foto: Álvaro Vidal)
La introducción de especies de salmón no nativas en aguas chilenas es, de por sí, un desafío ambiental significativo. Los principales conflictos registrados en los últimos años incluyen:
La introducción de especies de salmón no nativas en aguas chilenas es, de por sí, un desafío ambiental significativo. (Foto: Sernapesca)
Jaulas salmoneras instaladas en el sur de Chile. (Foto: Martin Katz / Greenpeace)
Chile reconoce a 11 pueblos originarios: los mapuche, aymara, rapa nui, atacameño o lickanantay, quechua, colla, diaguita, chango, kawésqar, yagán y selk’nam. Lejos de ser una realidad distante, los pueblos originarios forman parte viva y cotidiana de Chile: casi 1 de cada 10 personas en el país se identifica como mapuche y, en total, las comunidades originarias representan el 11,5% de la población del país.
En las regiones donde se desarrolla la salmonicultura, el porcentaje es incluso mayor que a nivel país: 26,7% en Los Lagos, 29,2% en Aysén, 23,4% en Magallanes. Justamente allí, donde la industria salmonera está generando los peores impactos.
“En lugares como Chiloé, Puerto Montt y Aysén, existe una “cultura de la mar” única: allí construyen barcos, son pescadores artesanales y buceadores. La llegada de la industria ha cambiado la esencia de estas regiones”, cuenta Daniel Casado, cofundador de la Fundación Centinela Patagonia a ClientEarth.
Más allá del desastre medioambiental evidente, la salmonicultura también ha perturbado las prácticas tradicionales de pueblos como los Kawésqar, solo por mencionar alguno, al limitar el acceso a las zonas de pesca, una actividad clave para su subsistencia.
Para Loreto Seguel, directora ejecutiva del Consejo del Salmón que reúne a las cinco principales empresas productoras que operan en el país, “la salmonicultura crea una extensa cadena de valor en el ecosistema de emprendedores de Los Lagos, Aysén y Magallanes (…) y se afianza como la principal actividad y sustento para miles de familias”, según recogió Fundación Terram.
Parque Nacional Kawésqar. (Foto: Mauricio Altamirano/ Rewilding Chile)
Pero quienes habitan el territorio y viven en carne propia los impactos de la salmonicultura no piensan igual. A diferencia de la industria, las comunidades indígenas y locales de la Patagonia chilena no ven en el océano solo un recurso económico, sino una parte integral de su “maritorio“, que es su territorio costero marino: lo que define su identidad, cultura y subsistencia desde hace siglos.
Reinaldo Caro descarga su pesca en la costa del Golfo Almirante Montt, Patagonia chilena.
(Foto: John Bartlett para NPR)
El cuestionamiento es cada vez más fuerte. Científicos, líderes indígenas y organizaciones sociales convergen en la idea de que el modelo actual es insostenible. La falta de control estatal es un problema grave, con denuncias de escasa fiscalización y dependencia de los recursos de la propia industria para las inspecciones.
La Relatora Especial de la ONU, Astrid Puentes Riaño, ha destacado que “proteger el océano es proteger derechos humanos”, usando como referencia el modelo de gestión ancestral del “maritorio” mapuche: solo uno de los ejemplos que demuestran cómo los pueblos originarios se convierten en una “fuente de esperanza” frente a la crisis oceánica.
El actual sistema jurídico, anclado en un paradigma de los años 80, muestra limitaciones para enfrentar la crítica situación ambiental y las crecientes demandas sociales. La concentración económica y de poder político ha limitado la participación real de la ciudadanía.
Ante esto, la pregunta clave ya no es cómo garantizar el crecimiento económico, sino cómo asegurar que los recursos naturales se administren bajo principios de justicia ambiental y derechos humanos, y no solo de rentabilidad.
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