Habitantes de Kenia y Tanzania cavaron más de 200 mil pozos, que reverdecieron 300 mil hectáreas
¿Cuánto vale un bosque? La fractura de una comunidad amazónica por el negocio de los bonos verdes
Cinco comunidades indígenas están divididas en el departamento del Vaupés porque sus líderes, sin consultarles, firmaron seis contratos con dos empresas de Bogotá y Antioquia que comprometían sus bosques por años. Mientras líderes indígenas y organizaciones sociales quieren que el Estado regule el tema y aplique la consulta previa, las empresas piden que “las cosas fluyan con el mercado”
Arbolado05/11/2021Taraira es un pueblo y también es un río en el corazón de la Amazonia colombiana. Es un pueblo donde viven unas 1.200 personas y es un río, que a falta de carreteras, sirve como autopista a este municipio del departamento del Vaupés, en la frontera con Brasil. Resguardada por generaciones y generaciones de indígenas, la selva de Taraira también es una ‘joya’ para el mercado de los bonos de carbono.
Allí habitan los pueblos macuna, tanimuca, macu yujups, letuama, carapana, yucuna, itano, guanano, puinave, cubeo, desano, tucano, barasano y tuyuca que siempre han cuidado su entorno porque esa ha sido su forma de vida. El 96 % de la población es indígena y de algunas etnias sobreviven pocos miembros. El resto son colonos. Para llegar hasta el lugar solo hay dos opciones: pequeños aviones que cruzan la selva amazónica desde Mitú o lanchas que desde ahí deben remontar durante días la corriente de los ríos. Por eso el abastecimiento es difícil y caro, pero también por eso la naturaleza está casi intacta. Abundan árboles como el carguero, yarumo, avino, siringa, chajoco y copoazú y diversidad de flora y fauna.
Hasta Taraira llegó el interés de las empresas Masbosques y Waldrättung S.A.S., que trabajan con bonos de carbono. La primera buscó a los líderes de cinco comunidades indígenas (San Victorino, Multiétnica, Puerto Caimán, Puerto López y Puerto Alegría) y la segunda, al representante legal de la Asociación de Autoridades Tradicionales de Taraira, Vaupés (AAITTAVC, que reúne a esas cinco comunidades). Con ellos firmaron seis contratos que hoy son rechazados por sus representados, quienes dicen que todo ocurrió a sus espaldas y que nunca fueron consultados. Tampoco tienen claro cómo funcionan los bonos de carbono ni qué implican esos acuerdos que están relacionados con los territorios que habitan. Dicen que las empresas nunca aparecieron en el pueblo, pero sí dejaron muchos interrogantes y peleas internas.
UN CONTRATO POR CIEN AÑOS
“En el 2019 me contactaron. Yo no sé cómo consiguieron mi número, pero me contactaron. Me hablaron muy bonito y llegamos a un acuerdo. Yo no tenía mucho conocimiento como tal, pero fui a Bogotá”, dice Abel Guamán, representante legal de AAITTAVC.
Guamán es oriundo de Puerto Leguízamo, Putumayo, frontera con Perú. Huyó de los paramilitares en 1985, cruzó la selva, navegó los ríos Taraira, Apaporis, Caquetá y Amazonas, y arribó a Taraira en 2006. Más de una década después fue elegido para representar a la asociación.
En calidad de representante de AAITTAVC firmó un “contrato de mandato” con Waldrättung S.A.S. el 16 de agosto de 2019. Según ese documento, a esa asociación le pertenecen 41.600 hectáreas. Unos días después, el 2 de octubre, Guamán acudió a una notaría de Bogotá a reconocer su firma. El documento establece que Waldrättung S.A.S. –registrada en la Cámara de Comercio de Bogotá desde 2014– es la encargada de “originar, estructurar, diseñar, implementar y desarrollar íntegramente un proyecto REDD+”. La vigencia del contrato es de “un periodo no menor de CIEN AÑOS” (sic). Si bien se establece que la empresa asumirá los costos de la ejecución del proyecto, a los indígenas –los dueños de la tierra– solo les corresponde el 52 % del dinero recibido por cada bono de carbono. El documento al que tuvimos acceso tiene la firma de Guamán. Sin embargo, el espacio para la rúbrica del presidente de la empresa, Helmuth Gallego, aparece vacío.
“Abel Guamán nunca nos socializó” ese proyecto, afirma Ramiro Gentil, indígena del pueblo tuyuca de la comunidad de San Victorino, que forma parte de la asociación. “No tenemos información clara”, dice. Y añade que fue un “golpe duro” cuando se dieron cuenta. Los indígenas de su comunidad buscaron explicaciones de Guamán en una asamblea extraordinaria organizada en septiembre pasado, pero él nunca acudió. Revocaron su mandato y nombraron a Gentil como encargado.
Los proyectos REDD+ (por las siglas para Reducción de Emisiones derivadas de la Deforestación y Degradación de los bosques más la conservación y aumento de las reservas de carbono) son una iniciativa global para mitigar el cambio climático y enlazar a comunidades locales con empresas que quieran neutralizar su huella de carbono (emisiones de gases de efecto invernadero producidas por una actividad).
Un bono de carbono representa una tonelada de dióxido de carbono (CO2) capturado por un bosque o a través de otros mecanismos como reforestación, energías renovables, transporte limpio, entre otras. Hoy cada bono de carbono se vende por un valor entre 11 mil y 13 mil pesos. Funciona así: una empresa necesita cumplir su meta de reducción de emisiones de CO2 y compra bonos de carbono para compensar su emisión de gases contaminantes.
En este mercado intervienen básicamente tres actores: la empresa que contamina, la comunidad que preserva un bosque y el intermediario, conocido como desarrollador, que se encarga de dialogar con las comunidades involucradas en el negocio, de medir cuánto carbono puede capturar un bosque y de vender los bonos de carbono a las empresas. Según los acuerdos, una parte es para los dueños de los bosques y otra para los intermediarios.
Pero no solo Guamán les ocultó a las comunidades que había firmado un contrato sobre bonos de carbono. En octubre de 2020, los líderes o capitanes de las cinco comunidades que hacen parte de AAITAVC firmaron igual número de contratos para vender bonos de carbono en la misma selva, pero con otra empresa. Se trata de Masbosques, una corporación con sede en Rionegro, Antioquia, que existe desde 2004.
Los líderes tampoco les comentaron a sus comunidades y firmaron los contratos. Abel Guamán y un líder minero de Taraira, que pidió no ser identificado, dicen que los capitanes recibieron más de dos millones de pesos por firmar los documentos. Algunos de los capitanes entrevistados lo niegan.
Los indígenas de Taraira cuestionan el proceder de Waldrättung, pero también de Masbosques.
Cuando las comunidades se reunieron para analizar el contrato con Waldrättung salió a la luz que había cinco contratos más que firmaron los capitanes, quienes no tenían ni una copia del documento. Por Masbosques aparece la rúbrica del director Jaime Andrés García Urrea, quien nunca se había reunido con ellos. Quien sí lo hizo fue un contratista de la empresa.
Hace un año y medio más o menos entró (a Taraira) otra empresa, también de bonos de carbono, que se llama Masbosques y la maneja el señor Jaime Andrés García Urrea. Sin consultar con nadie agarró a los capitanes y les hizo firmar un mandato por diez años. También tenemos otro ‘chicharrón’ ahí mismo en el territorio.
dice Abel Guamán, el mismo cuestionado por sus tratos con Waldrättung.
Dice que ocurrió lo mismo que le pasó a él: buscaron a los líderes de manera individual; sin reuniones con las comunidades y firmaron los contratos. Obtuvimos dos (con San Victorino y Multiétnica) de los cinco contratos firmados entre los capitanes y Masbosques, pero la empresa confirmó la existencia de todos.
“Esos señores tampoco han ido al territorio. Ahí tenemos otro problema en el territorio porque nunca vimos una capacitación, nunca va nadie y esos son problemas al que el gobierno no le pone interés, ni los periodistas ni nadie. Como nadie quiere venir acá seguimos siendo vulnerados por el Estado y las entidades extranjeras se aprovechan de eso”, afirma Guamán.
Los contratos 026 y 028 de 2020 fueron firmados, respectivamente, por los capitanes Adán Díaz Jiménez (de la comunidad San Victorino) y Diego Armando Itana Macuna (de la comunidad Multiétnica). En ellos, autorizan a Masbosques a “adelantar gestiones para la implementación del proyecto para Reducción de emisiones por la deforestación y degradación de los bosques REDD+” en los territorios implicados. El plazo del contrato es de diez años, a partir de la firma del contrato. El valor contemplado aparece como “indeterminado”, aduciendo que depende “del número de bonos resultantes del proyecto, de los precios del mercado y comercialización de estos”. Entre las obligaciones de la empresa constan contar con un “protocolo de participación efectiva” que les permita, entre otras cosas, “tomar decisiones consensuadas con las estructuras de gobernanza local”. Pero en este caso, solo lo hicieron con los capitanes y no con todas las comunidades.
Abel Guamán asegura que Masbosques nunca lo buscó, y sí citó de manera individual a los cinco capitanes, con quienes firmó los contratos.
El capitán Diego Armando Itana admite que asistió a una reunión en la biblioteca de Taraira, donde estuvo Miguel Villamil, un contratista de Masbosques. Acepta que firmó el contrato y lo justifica así: “Aquí no había más que hacer. La mayoría dijo que servía el contrato, porque aquí no contamos con nada”. Dice que en un día les explicaron de qué se trataba el contrato y al final lo suscribieron el 16 de octubre de 2020.
—¿De qué trata el contrato de bonos de carbono? —le pregunto.
—Nos dijeron que Masbosques era de dióxido de carbono, que eso afectaba, que ellos reembolsaban por vender el oxígeno. Nos dieron capacitación de un día. Ahí entendimos un poquito del proyecto.
Itana niega que les hayan pagado por firmar.
—Es falso. Aquí nadie ha recibido plata. No nos han tirado ni cien pesos, aquí estamos esperando a ver de qué manera nos van a colaborar a la comunidad indígena. Aquí la cosa es muy seria porque si uno quiere comer un kilo de carne, vale 37 mil pesos; el kilo de pollo a 25.
En total, el representante legal y los capitanes firmaron seis contratos con dos empresas distintas, por el mismo bosque, y a espaldas de los indígenas. Esta situación hoy tiene divididas a cinco comunidades del Vaupés. Allá, los indígenas hoy saben que cuidar y vivir en la selva tiene un precio.
EL COMPROMISO DE REDUCIR LAS EMISIONES DE CO2 EN COLOMBIA
En 2015 Colombia fue uno de los 196 países que adoptó el Acuerdo de París, un tratado para limitar el calentamiento global por debajo de los dos grados centígrados. Para que eso fuera posible, los países se comprometieron a reducir las emisiones de CO2 y presentaron un plan de acción climática conocido como Contribuciones determinadas a nivel nacional (NDC, en inglés).
En junio de 2017 el Senado aprobó el proyecto de ley para ratificar el Acuerdo de París y Colombia se comprometió a reducir el 20 % de las emisiones antes del 2030. En diciembre del año pasado, el presidente Iván Duque duplicó la meta y se comprometió en la Cumbre de Ambición Climática a reducir el 51% en el mismo tiempo.
Antes, como ministro de Ambiente (2016-2018), a Luis Gilberto Murillo le correspondió la definición de la política pública y el marco institucional para que se implementara el Acuerdo de París. Entonces, definieron cinco áreas de trabajo con las que buscaban soluciones climáticas que les permitiera cumplir las metas. Por un lado, triplicaron las áreas protegidas e intentaron frenar la deforestación, y, por el otro, crearon mecanismos financieros como el impuesto nacional al carbono, así como pusieron a andar el mercado de los bonos de carbono.
En Colombia hay dos caminos que puede seguir una empresa que utiliza combustibles fósiles líquidos, como el petróleo y sus derivados, para compensar su huella de carbono: o paga el impuesto al carbono, que se calcula por tonelada de CO2 emitido y que hoy tiene un costo de 17.760, o compra un bono de carbono, que cuesta entre 11 mil y 13 mil pesos y que, se supone, va directamente a las comunidades que protegen y que son propietarias de los bosques.
En el primer caso los recursos van a las arcas del Estado y con el segundo se creó un nuevo mercado. Mediante metodologías establecidas, estudios biológicos y operaciones matemáticas se calcula cuánto carbono puede capturar un bosque. Entre los factores para hacer ese cálculo inciden la ubicación, la antigüedad y las especies que contiene ese ecosistema. En otras palabras: si una empresa emite una tonelada de CO2 al año, puede pagar el impuesto al carbono con la tarifa que establece el Gobierno o comprar, con menos dinero, un bono de carbono para compensar su huella ambiental.
Una fuente de Amazon Conservation Team en Colombia dice que “los bonos de carbono se piensan como una posibilidad de reducir o compensar las emisiones y obviamente frente a esa posibilidad entra un componente financiero y una definición de cuáles son esos bosques que tienen mejor vocación para reducir esas emisiones que el modelo de desarrollo genera.”
En Colombia, los resguardos indígenas, las comunidades afrodescendientes y otras agrupaciones étnicas tienen 34 millones de hectáreas de tierra, un tercio de las que tiene el país, y están muy bien valoradas para ser incluidas en proyectos de bonos de carbono. Así, empresas desarrolladoras como Masbosques o Waldrättung S.A.S. buscan a comunidades como las del Vaupés, de los indígenas de Taraira, y negocian con las comunidades. Elaboran el proyecto, calculan la cantidad de bonos que puede ofrecer cada bosque y luego los ponen en el mercado para venderlos a empresas contaminantes.
LAS ORGANIZACIONES INDÍGENAS CUESTIONAN LOS BONOS DE CARBONO
Para los indígenas la selva es una despensa. En ella está la comida y el hogar, dice Juan Camilo Morales, asesor jurídico de la Organización Nacional de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIAC). Por ello ven con “cierta preocupación” el mercado de los bonos de carbono para los indígenas. Ese mercado —dice– “fue visto como una oportunidad de los pueblos para avanzar en la solución de sus necesidades, conservando las selvas. Sin embargo, eso se fue transformando poco a poco, dado que el gobierno no expidió ninguna regulación sobre el tema ni una consulta previa”.
Además, Morales considera que es un “mercado muy desigual”. “Hoy los pueblos están sintiendo los efectos. Los bonos se están vendiendo en millones de dólares; las empresas están compensando impuestos con bonos de carbono, pero los pueblos indígenas —la base del negocio— no se están viendo beneficiados”, explica.
Morales llama la atención sobre cómo los pueblos indígenas están lidiando con este tipo de contratos. Explica que suelen buscar asesoría con la Opiac, por ejemplo, cuando ya firmaron un contrato de los que en muchos casos no tienen copia; esos contratos –a veces redactados en otros idiomas– tienen cláusulas de confidencialidad que establecen sanciones si se filtra la información; también tienen cláusulas de resolución de controversias en tribunales de arbitramento de otros países y, además, hay mucho desconocimiento sobre el negocio. Remarca que los acuerdos económicos “son desiguales” y que los indígenas, los dueños de la tierra, reciben un porcentaje mucho menor al que les debería corresponder.
El consejero Felipe Rangel, de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) dice que muchas comunidades han adquirido compromisos sin conocer el tema. A eso se suma que “han tratado de fragmentar el tejido social de las comunidades indígenas. Han tratado de convencer a algunos líderes en este proceso. Inclusive hemos tenido algunos problemas en Putumayo y la Amazonía, también en el Pacífico, donde las comunidades están entregando los territorios, por 30-40 años, hasta 100 años”. “Preocupa porque es entregarles el control del territorio a personas jurídicas”, apunta. Se refiere a la potestad de ceder a las empresas las decisiones sobre el manejo del bosque y el uso del suelo.
CONTRATOS A ESPALDAS DE LAS COMUNIDADES
Ramiro Gentil, el indígena tuyuca de la comunidad San Victorino de Taraira, se asombró cuando supo que Abel Guamán firmó el contrato que comprometía por 100 años la selva en la que vivían. Solo vino a conocer del contrato dos años después de firmado. Antes, la queja había llegado hasta la Defensoría del Pueblo y la oficina de Asuntos Étnicos del Ministerio del Interior.
En una carta del 10 de agosto de 2020, Hernán Cruz Guerrero Silva, indígena de Mitú y representante de la Asociación de Capitanes de la Zona Unión Indígena del Papurí (Acazunip), entidad de la misma región, pero que no firmó ningún convenio con las empresas mencionadas, se refirió a los contratos como “un atentado” contra los derechos de los pueblos indígenas al no haber existido una consulta previa con las comunidades sobre el tema.
La subdirectora técnica de Consulta Previa del Ministerio respondió el 23 de noviembre de 2020 que quien pretendiera ejecutar un proyecto, obra o actividad debía solicitarles un pronunciamiento sobre la procedencia de la consulta previa. Según el Ministerio, Waldrättung S.A.S debía hacerlo. Y como no lo hizo, consideró que “no es procedente dar inicio al proceso de consulta previa”.
Solo en agosto de 2021 las comunidades de Taraira se enteraron de este contrato gracias a otros indígenas de Mitú que obtuvieron una copia del documento. Entre los asuntos que les llamaba la atención estaban que fue firmado en Bogotá y que la empresa nunca había ido a las comunidades, no los había reunido ni informado, y no sabían cuáles eran las implicaciones del contrato y los beneficios que recibirían.
Cuando los capitanes indígenas le preguntaron a Abel Guamán sobre el contrato, este negó su existencia, dijo que no había firmado e incluso que la firma que tenía el contrato la habían adulterado.
Ante la presión de la comunidad durante agosto pasado, Abel Guamán dice que le escribió en varias ocasiones a una empleada de Waldrättung. A ella le dijo que tres comunidades de las cinco que hacen parte de AAITAVC no tenían reconocimiento del Ministerio del Interior, y que como la empresa no lo volvió a llamar, las cinco comunidades “ya no quieren nada de este negocio”. Le pidió un documento que constatara la ruptura del contrato.
No está claro cómo siguieron las relaciones entre Guamán y Waldrättung S.A.S., pero el 24 de agosto de 2021, luego de que las comunidades conocieran y reclamaran por la firma del contrato, el presidente de la empresa Helmuth Gallego Sánchez certificó en una carta que AAITTAVC no tenía “ninguna relación contractual con nuestra compañía y en consecuencia no se encuentra ejecutando ningún proyecto REDD+”. Gallego Sánchez también dirige la empresa Biogas Doña Juana, que aprovecha los gases de los residuos de ese relleno sanitario para generar energía eléctrica.
Waldrëttung S.A.S. también firmó un contrato similar a los de Taraira en San José del Guaviare con el representante legal del resguardo indígena Nukak Maku, con una vigencia “no menor a CIEN AÑOS” (sic) y por 954.480 hectáreas. Sobre este caso Gallego Sánchez dice que luego hicieron una reunión con la comunidad y al “ver la desunión tan macha de ellos, nosotros preferimos dar un paso al costado”.
Al preguntarle por el contrato firmado con Abel Guamán, el directivo de Waldrëttung S.A.S. explica que cuando el representante de una comunidad indígena firma un documento la empresa no lo hace de inmediato, sino que examina el contrato, que ellos mismos elaboran, antes de dar una respuesta definitiva. Asegura que el procedimiento es así: primero buscan a los representantes de las comunidades y luego de la firma inician “la socialización del contrato”. Finalmente, la decisión fue no firmar, aunque no explicó las razones. Resulta llamativo que su versión es distinta a la de Guamán, pues Gallego dice que este apareció en su oficina en Bogotá y le ofreció desarrollar un proyecto de bonos de carbono. Bajo esa lógica, sin ningún conocimiento del negocio, Guamán habría salido de la selva y llegado hasta la capital del país, donde apareció en la oficina del presidente de Waldrättung S.A.S. para proponerle un negocio.
Ramiro Gentil, como capitán encargado de la comunidad de San Victorino convocó a una asamblea con todos los capitanes indígenas de AAITTAVC para discutir qué harían con el contrato firmado. Abel Guamán no asistió para responder las inquietudes y la comunidad decidió que no sería más el representante legal. El primero de octubre pasado eligieron a Gentil como representante legal.
Hasta julio de 2021 en Colombia había 154 proyectos de bonos de carbono certificados, dice Francisco Ocampo, director de Asocarbono, una asociación conformada por 54 asociados del mercado. Estos bonos no solo se producen en bosques, sino también en manglares, humedales y marismas que capturan o “secuestran” el dióxido de carbono.
Ocampo calcula que “en términos generales, los proyectos de reducción de la deforestación cubren alrededor de seis millones de hectáreas de bosque y los proyectos de reforestación más o menos unas 140.000 hectáreas plantadas”.
Al consultarle sobre cuántas toneladas de CO2 pueden capturar esas seis millones de hectáreas dice que “es difícil dar una cifra” porque depende de varias condiciones y circunstancias. Algunas estimaciones señalan que una hectárea de bosque de la Amazonia puede capturar hasta 566 toneladas de carbono. Sin embargo, existe un debate abierto sobre las metodologías usadas para hacer esos cálculos, como ocurrió con el proyecto del resguardo indígena de Selva de Matavén, entre la Orinoquía y la Amazonía colombianas.
Ocampo detalla que, según los datos que maneja Asocarbono, “los proyectos que han aplicado a vender bonos de carbono han vendido bonos por 54 millones de toneladas de carbono entre julio de 2017 y julio de 2021”. La cifra es muy inferior al CO2 que Colombia genera. “En el inventario 2014 de gases de efecto invernadero en Colombia fueron 234 millones de toneladas”, añade. Eso equivale al 0,4 % de las emisiones del planeta.
Para tener más claridad sobre las cifras del mercado de carbono en Colombia consultamos a la oficina de prensa del Ministerio de Ambiente, pero no aceptaron entrevistas ni accedieron a dar respuestas sobre el tema. También se envió un derecho de petición que no ha sido respondido hasta la publicación de este reportaje.
‘LAS EMPRESAS NO DEBEN REUNIRSE A ESCONDIDAS CON LOS CAPITANES’: ASOCARBONO
El director de Asocarbono respondió las dudas sobre en qué momento una empresa desarrolladora de un proyecto de bonos de carbono debe firmar un contrato con una comunidad étnica. Dice que, “luego de un proceso muy largo y muy complejo, tiene que haber antes un mecanismo de información con la gobernanza de las comunidades, porque es con ellos con los que se firman los contratos, no es con cualquier indígena que se encuentra en la calle”, explica. Ese mecanismo de información previa e informada debe darse antes pues “sino el estándar no te valida el proyecto. Debe haber una reunión con las comunidades, no solo con los jefes. Este proceso termina con la firma del representante legal de las comunidades”, señala Ocampo.
Masbosques es una de las 54 empresas que integra Asocarbono, la asociación que dirige Francisco Ocampo. Ha sido reconocida por liderar el programa Banco2, de pagos por servicios ambientales, el cual se ha extendido a 26 de las 33 autoridades ambientales del país. Además, tiene proyectos con comunidades indígenas de Antioquia, Tolima, Guainía y Guaviare.
Al preguntarle a Jaime Andrés García, director de Masbosques, por qué la empresa firmó contratos con los capitanes sin un mecanismo previo e informado con las comunidades, dice que “se supone y se sobreentiende que las comunidades confían plenamente en las decisiones que pueden tomar estas personas líderes”.
“Las comunidades están supremamente informadas y más en ese territorio colombiano en el que ellas y los capitanes conocen la finalidad de los proyectos”, añade. También explica que algunos de sus empleados hicieron cartografías con las comunidades.
Todas estas acciones, sin embargo, no pueden considerarse como un mecanismo de consulta previa e informada.
El director de Asocarbono contradice al director de Masbosques cuando afirma que “no deben reunirse a escondidas con el capitán. Debe ser mediante un proceso en el que se socializa el proyecto con varias reuniones en diversas zonas del territorio para soportar ese proceso de consulta paso a paso”.
El pasado 14 de agosto la comunidad Multiétnica se reunió en asamblea para hablar del contrato que el capitán Itana firmó con Masbosques, en el momento en el que las comunidades estaban preocupadas por el contrato con Waldrättung. En un documento, escrito a mano y firmado por 17 personas, se consigna que “existe una irregularidad de la ejecución del proyecto REDD+ en el territorio”. Le exigen a Masbosques que “de manera presencial y clara, nos explique los objetivos, presupuesto y vigencia del mismo; también exigimos la presencia de un sociólogo, acompañamiento y presencia del Ministerio del Interior y otras entidades en garantía de nuestros derechos como pueblos indígenas”.
El 12 de octubre funcionarios de Masbosques reunieron de nuevo a los capitanes indígenas en Mitú y les explicaron otra vez el proyecto, pero nadie viajó a Taraira para hablar con las comunidades indígenas. Según la versión de uno de los capitanes entrevistados, y que no está en los contratos iniciales, las comunidades recibirán el 60% de las ganancias por venta de los bonos de carbono, y Masbosques el 40 % restante. Además, a partir de febrero los indígenas recibirían un adelanto de 700 millones de pesos por los bonos generados por cerca de 850 hectáreas.
¿QUIÉN VIGILA LOS CONTRATOS DE BONOS DE CARBONO?
El exministro de Ambiente Luis Gilberto Murillo dice que es esa cartera del Estado la que tiene el papel regulatorio del mercado y debe vigilar lo que está sucediendo con las comunidades étnicas. Los bonos de carbono son “un modelo de desarrollo basado en la conservación de sus activos naturales y la conservación de los activos naturales es un hecho cultural: el 80% de la diversidad mundial está en las comunidades indígenas y étnicas. Por primera vez un modelo de desarrollo tiene la oportunidad de atraer recursos para financiar su implementación”, explica.
Murillo cree que las comunidades entran como socias, pero es determinante que haya una regulación a nivel micro sobre cómo las empresas abordan a las comunidades sobre estos temas y cómo son sus relaciones. El exfuncionario no considera necesario activar mecanismos de consulta previa en las comunidades, como lo reclaman, porque –dice– esto se hace cuando se trata de proyectos mineros o de infraestructura que van impactar a las poblaciones, y en estos casos las comunidades son actores del mercado.
El director de Asocarbono tampoco cree que sea necesario ni conveniente la consulta previa porque la reglamentación internacional es más rigurosa. “Estamos acostumbrados a que todo debe estar reglado por el Estado y el Estado es un mal reglamentador. Entonces hay que darle un poco de soltura y que las cosas fluyan con el mercado”, opina.
Desde la OPIAC y la ONIC piensan distinto. Juan Camilo Morales asegura que este tema refleja el abandono del Estado. “Como es un acuerdo voluntario, el Gobierno dice que no interviene. El Gobierno ha enviado el mensaje a los pueblos indígenas de que miren cómo van a sortear la situación. No ha habido garantías para estos pueblos”, señala.
Aunque no conoce con exactitud cuántas comunidades en la Amazonia están involucradas en contratos de bonos de carbono dice que esos proyectos se han extendido y que “ya es tarde” cualquier intervención del Estado en esos casos.
Ana María Arbeláez, consultora de Climate Focus, una empresa con sede en Países Bajos que asesora gobiernos, organizaciones y comunidades de todo el mundo en el desarrollo de proyectos de bonos de carbono y políticas públicas en temas ambientales, sí ve necesaria la consulta previa. Cita la sentencia T-063 de 2019 de la Corte Constitucional, donde se menciona que “se debe hacer consulta previa cuando son proyectos REDD+”. “Es una intervención, que impacta la cosmovisión de las comunidades. Sí debería haber consulta previa. En este caso, debería irse más allá del consentimiento libre, previo e informado, que las comunidades sean parte activa. Es un compromiso ético hacer todo el ejercicio de consulta”, asegura.
Por su parte, una fuente de Amazon Conservation Team en Colombia se pregunta por qué se aplica consulta previa cuando se trata de un proyecto minero y de infraestructura y no de uno de bonos de carbono. El Estado “debe garantizar que los proyectos que desarrollen el Estado o privados sean consultados con la comunidad y ella decida lo que quiera. La consulta previa, si bien no es la garantía total, sí ayuda a que toda la comunidad sea consciente de las decisiones del territorio”, afirma. Así, un diálogo transparente permitiría que las comunidades conozcan los impactos que tendrán los proyectos y los beneficios que recibirán.
En Taraira, por ahora, los contratos de bonos de carbono han dejado resquemores y enfrentamientos entre algunos líderes de las comunidades. Faltó información, socialización, transparencia.
Ramiro Gentil, ya como representante legal de las comunidades indígenas de su municipio, no cierra la puerta a los bonos de carbono, pero cree que lo mejor será no recibir a nadie en su territorio hasta que su gente se vuelva a organizar y esté más cohesionada.
Ahora sabe que existe algo que se llama “proyectos REDD+” y que a los indígenas les están pagando por cuidar la selva, su despensa, su nación llamada Amazonia, eso que hicieron por generaciones sin pedir nada a cambio.
No es una producción propia, la fuente es Mutante (.org)
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