Amazonia: el difícil camino del desarrollo sustentable

La protección de los bosques se ve amenazada por la tala de árboles para cultivar soja de exportación, la producción de ganado y por el avance de la minería

Arbolado 23/06/2021
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El territorio indígena Sete de Setembro obtiene su nombre del “primer contacto” con la tribu Paiter Suruí: 7 de septiembre de 1969. En aquel tiempo los miembros de la tribu pensaban que los hombres blancos, con su piel blanca y sus extrañas barbas, eran una especie de monstruos, mientras que los indígenas eran “gente real”, o paiterey en su lengua.

Los primos Almir y Henrique Suruí nacieron en la siguiente década. De niños pudieron ver arribar a miles de colonos, la conversión de tramos del bosque en tierras agrícolas y la muerte de cientos de Suruí por enfermedades y violencia. Al llegar a hombres se convirtieron en caciques. Pero sus caminos divergieron a mediados de la década del 2000. Almir trató de proteger el bosque y encontrar fuentes de ingresos sustentables para su aldea, Lapetanha, que alberga a 115 de los 1500 miembros de la tribu. Henrique se involucró en la tala y la minería ilegales, lo que llevó a su expulsión. Fundó una aldea en otra parte del territorio, que abarca casi 2600 kilómetros cuadrados de Rondonia y Mato Grosso.

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Estas rivalidades reflejan el doble fracaso del Estado: evitar que entren invasores a las tierras indígenas y reducir la pobreza que lleva a la gente en la Amazonia a actividades ilícitas. Desde 1969 la población de la región se ha cuadruplicado a casi 25 millones. Representa un 60% del territorio brasileño y 13% de su población pero tan sólo 8% de su PBI. El área más rica en biodiversidad de recursos naturales se cuenta entre las menos desarrolladas y las más desposeídas.


El área más rica en biodiversidad de recursos naturales se cuenta entre las menos desarrolladas y las más desposeídas


El consenso es que la aplicación de la defensa del medio ambiente debe ir de la mano con el desarrollo sustentable. Hay debate respecto de qué aspecto tiene ello. El año pasado Bolsonaro presentó un proyecto de ley para legalizar la minería en tierras indígenas. “Cada día que pasa los indios son más seres humanos”, dijo. Muchos sospechan que los indios no son su principal preocupación. Su visión de grandes proyectos como carreteras y diques para servir a establecimientos agropecuarios y ciudades no los incluye. Su padre era minero. Dijo que es abusivo para los brasileños no indígenas que menos del 1% de la población brasileña ocupe el 14% de su territorio.

Las encuestas descubren que la mayoría de los brasileños se oponen a la minería en tierras indígenas porque destruye árboles, poluciona los ríos y deja inmensos pozos. Su tierra tiene que tener más protección si ha de mantenerse prístina. Imágenes satelitales de Rondonia muestran tierras agrícolas. Con caminos de tierra y pueblos diminutos. Los únicos tramos grandes de bosque que quedan son territorios indígenas. Esto hace que las tribus sean defensoras naturales de una “bioeconomía” que salvará al bosque y reducirá la pobreza, dicen los ambientalistas. En 1997 Philip Fearnside, un biólogo con sede en Manaos, dijo que “la riqueza que espera no es un producto material sino más bien los servicios ambientales del bosque”. Pero la sociedad tiene que encontrar la manera de pagar a la gente por proteger la biodiversidad, el almacenado de carbono y los ciclos del agua.


La sociedad tiene que encontrar la manera de pagar a la gente por proteger la biodiversidad, el almacenado de carbono y los ciclos del agua.


El problema es que, desde el auge de la goma a fines del 1800, la riqueza y el empleo en la región provienen de la extracción: la madera, la minería, la producción agropecuaria. En la década de 1970 el régimen militar construyó miles de kilómetros de caminos a través del bosque lluvioso para estas actividades. Programas de colonización atrajeron más de 100.000 familias a estados como Rondonia con la promesa de “una tierra sin hombres para hombres sin tierra”. Para obtener título de propiedad de un terreno de selva tenían que deforestar la mitad. Tal como sucedió con el “destino manifiesto” que atrajo a los estadounidenses hacia el oeste, no hubo ninguna mención de las tribus que ya vivían en las tierras. Muchas fueron masacradas o expulsadas.

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La constitución de Brasil de 1988 trató de reforzar las leyes para proteger el medio ambiente, determinó pasos para demarcar cientos de territorios indígenas y apuntaló a Funai, el ente responsable por ellos. Dejó abierta la posibilidad de actividades extractivas en tierras indígenas, siempre que el Congreso aprobara leyes que las regulara y se consultara y pagara a las comunidades locales. Bolsonaro dice que esto sucederá si se aprueba su proyecto de ley, pero su gobierno no ha buscado su opinión.

En la década de 1980 Funai aprobó la tala de árboles como una fuente de ingresos para los Suruí, pero eso fue prohibido cuando se descontroló. Tampoco ayudó el proteccionismo de gobiernos posteriores. Normas que dificultaban a la gente indígena a vender productos de su tierra a empresas fuera de la Amazonia “hicieron imposible su desarrollo”, dice Ivaneide Cardozo, de Kanindé, una ONG de Rondonia. En 2000 Almir redactó un plan a 50 años con metas en materia de salud y educación e ideas de cómo financiarlas. “Estamos en el proceso de entender lo que significa el dinero para nosotros”, dice.

Créditos de carbono

El camino a Sete de Setembro serpentea entre pasturas pedregosas llenas de ganado jorobado. Un muro de árboles marca la entrada al territorio. A su interior el bosque tapa el sol y el aire está lleno de cantos de pájaros. Lapetanha tiene una maloca, donde los mayores se reúnen bajo un techo de palma, junto con una torre de Wi-Fi. En 2013 los Suruí se convirtió en el primer grupo indígena del mundo en vender créditos o bonos de carbono (adquiridos por empresas, organizaciones o individuos, que desean recibir certificados en los que se avala su contribución directa a la mitigación del cambio climático) bajo el esquema anti deforestación de la ONU (con su plataforma informática, redd+). Natura, una compañía de cosméticos, compró 120.000. Lo mismo hizo la FIFA antes de la copa del mundo. La tribu recibió alrededor de 3 millones de reales para proteger árboles y los utilizó para proyectos tales como una cooperativa cafetera.

Pero algunos miembros de la tribu sostuvieron que el dinero no se distribuyó equitativamente. Henrique sostiene que Almir se quedó con demasiado. El esquema podría haber obtenido más fondos pero, con una ONG vinculada a la Iglesia Católica, que ha criticado los créditos de carbono, Henrique lo saboteó. Durante una auditoría para verificar sus reclamos, volvieron los madereros. El proyecto fue desautorizado. Ahora están surgiendo proyectos de redd+ en toda la Amazonia con la esperanza de que surja un mercado global de carbono, pero el caso Surui sugiere que pueden no ser un éxito claro. Y los países ricos pueden preferir comprar créditos en casa. “Enviar dinero a Brasil para detener la deforestación no hace nada en favor de la economía alemana”, dice Fearnside.

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A la cooperativa le fue mejor. La mayor firma cafetera de Brasil, Três Corações, acordó comprar cada cosecha por 450 reales la bolsa (la cooperativa se queda con el 20%). Cada familia Suruí vende 30-40 bolsas, según el tamaño de su tierra y cuántos hijos tengan para cosechar. Es mucho trabajo para un ingreso que es menos del salario mínimo. Pero a la Amazonia le faltan iniciativas para economías más lucrativas, tales como la producción de farmacéuticos o cosméticos, dice Denis Minev, que conduce la mayor cadena de tiendas de departamentos de la región. Señala que el gobierno invirtió miles de millones para ayudar a Petrobrás a desarrollar tecnología de presal (de extracción en el fondo del mar) y el instituto de estudios agropecuarios Embrapa para cultivar soja en El Cerrado (un enorme ecosistema mesetario que se extiende por más de dos millones de kilómetros cuadrados). El presupuesto anual del principal Instituto de investigaciones de la Amazonia es 35 millones de reales, menos de lo que el futbolista Neymar gana en un mes.

Francisco Costa, un economista, dice que 700,000 personas aún se ganan la vida en el bosque, un grupo numeroso pero con un futuro incierto. Son responsables de menos del 5% de la deforestación; la mayoría proviene de granjas de soja y ganado, que están en expansión (la minería causa degradación, un precursor). Los productores agropecuarios ganan más dinero del mercado de Asia con demanda en crecimiento de carne y soja, mientras que los amazonianos en tareas sustentables como la pesca o el cultivo de acai han visto estancarse sus ingresos. No es de sorprenderse que algunos se vuelvan hacia actividades económicas ilegales.

Antes de que se descubrieran diamantes en tierras de los Suruí, se extraían de una reserva cercana ocupada por la tribu Cinta Larga. Los garimpeiros, mineros ilegales, trajeron riqueza pero también alcoholismo, prostitución y deuda. En 2004 la tribu Cinta Larga mató a 29 garimpeiros. Los mineros huyeron a otras áreas; las vetas minerales los llevaron a Sete de Setembro. Almir prohibió a los Suruí participar de la minería pero Henrique les dio su bendición. “Si se va a talar el bosque al menos que sea por los indios”.

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Según un acuerdo verbal, el 20% de las ganancias deben ir a la tribu, pero los mineros rara vez cumplen con su palabra. Henrique fue encarcelado una vez por participar de la minería pero ha ido a la policía incontables veces a informar que los Suruí están siendo explotados. Tres o cuatro veces al año la policía desciende sobre las minas, arresta a los mineros e incendia sus máquinas, que pueden costar 500,000 reales. Pero los garimpeiros siempre vuelven. En este instante hay alrededor de 200 en Sete de Setembro, dice un investigador. Las multas son bajas, “por lo que siempre vale la pena probar de nuevo. ¿Café, castañas de cachú? Nada es capaz de competir con los diamantes”.

Fuente: Diario La Nacion (Argentina)

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