En América Latina, el interés por las noticias sobre el cambio climático es mayor que en cualquier otra parte del mundo
Los conceptos que nos moldean
Conversamos con el economista José Manuel Naredo Peréz sobre crisis, medioambiente, economía, ecología y otros conceptos que necesitamos cuestionar
Cambio Climático10/05/2021José Manuel Naredo Pérez (Madrid, 1942) es doctor en Ciencias Económicas y Estadístico. Es una de las voces más lúcidas de la Economía ecológica y ha escrito numerosos libros e informes. Por su dilatada trayectoria intelectual y su compromiso ha sido reconocido con el Premio Nacional de Medioambiente, el Premio Internacional Geocrítica, el Panda de Oro y la Distinción de la Fundación Fernando González Bernáldez. Una parte sus artículos se encuentran en su página web.
Los conceptos que manejamos en la reflexión individual y colectiva tienen una trayectoria que nos atrapa; muchas veces no somos conscientes de que expresan un marco de ideas y juicios de valor que orienta, pero a la vez, restringe nuestro pensamiento. Una de las labores a las que con mayor rigor y pasión ha dedicado José Manuel Naredo su tiempo es, precisamente, la de demoler los conceptos que, dados como evidentes, dificultan la reflexión crítica sobre el poder y el sistema económico. En esta entrevista revisa algunos de esos conceptos que nos moldean y que necesitamos cuestionar para cambiar nuestra manera de mirar y actuar para transformar el mundo.
Crisis
Durante las últimas décadas, la palabra crisis se ha aplicado a numerosos fenómenos: energética, económica, financiera, inmobiliaria, humanitaria y, finalmente, sanitaria, ¿qué es lo novedoso y cómo se relaciona está crisis de la covid-19 con las anteriores y con las que sobrevuelan el planeta, como la de los recursos minerales, la biodiversidad y el cambio climático?
Creo que la pandemia se añade a las otras crisis que perturban la marcha ordinaria de las cosas, pero al afectar directamente a la salud hace más evidente la crisis de civilización que nos ha tocado vivir. Además, subraya relaciones entre ellas que los enfoques parcelarios habituales acostumbran a ignorar.
En primer lugar, la pandemia ha extendido (en unos países más que en otros) un cambio o inversión de planteamientos importante. Por primera vez se prioriza la vida por encima del pulso de la coyuntura económica. Y para ello el parón de la actividad económica viene siendo parcial y regulado, lo que hace que, por primera vez, se decida lo que son las necesidades básicas y se prioricen. Por primera vez parece que, en España, los derechos a la vivienda, a la alimentación, a la asistencia sanitaria, a los servicios básicos (agua, electricidad, etc.) o a medidas niveladoras como la Renta Básica universal, se toman en serio. ¿Se invertirán otra vez las prioridades cuando pase la pandemia volviendo a las andadas? ¿O se mantendrán las nuevas prioridades?
¿Lo anterior quiere decir que, por primera vez, se antepone la salud a la economía? Creo que salud y economía no deberían de ser conjuntos disjuntos. Pero el problema es que el enfoque económico ordinario impone un reduccionismo monetario que genera ese y otros divorcios. Trata de hacernos creer ―con la metáfora de la producción y con el famoso PIB― que asistimos a una generación siempre conjunta de ingresos monetarios y utilidad, soslayado que tanto el lucro incluido en ese ese cajón de sastre del PIB, como el que queda fuera, a menudo no sólo resulta de actividades que no lleven aparejada utilidad alguna, sino que muchas veces originan daño. Por ejemplo, los recortes en los presupuestos de la sanidad pública y/o los afanes de privatizarla para favorecer el lucro privado asociado a la misma, están pasando ahora factura con la pandemia, que pone en cuestión estas políticas orientadas a dañar el sistema sanitario en aras del lucro económico, usando este campo como nicho de nuevos negocios que suman en el PIB. Todo esto revive el divorcio subrayado por Aristóteles entre economía y crematística o entre la gestión de la intendencia y el negocio lucrativo, que cerró en falso con el invento del PIB el enfoque económico ordinario.
En lo que concierne al tema de la salud, recuerdo que las críticas de Ivan Illich de los años 70 ponían en su punto de mira al sistema sanitario, tanto público como privado, al advertir que los ingresos de los profesionales que trabajaban en él y los beneficios de las empresas asociadas al mismo se inflaban con la multiplicación de enfermedades que, en parte, el mismo sistema generaba (dado el enfoque parcelario de la medicina occidental), con lo que enfermedades y valores añadidos crecían a la vez. Al igual que la agricultura química crea adicción al romper los equilibrios ecológicos originarios y hacer cada vez más dependientes a los agricultores de los tratamientos y medios químicos…Y se ha visto que la tala de bosques y la emigración de murciélagos portadores del virus hacia zonas urbanas, unidas a las enormes granjas industriales de porcino existentes en China, ofrecieron el caldo de cultivo idóneo en el que prosperaran el actual virus coronado y otros parecidos.
Vemos pues que la actual pandemia no es un accidente natural, como el rayo o el pedrisco, ajeno al comportamiento humano, sino un accidente natural propiciado o amplificado por el saqueo territorial, la ganadería industrial, las megalópolis y “la movilidad” que el sistema económico ha venido fomentando. De ahí que se promueven la «economía del bien común» mostrando implícitamente que la economía ordinaria deja de lado el bien común, o que se hable de humanizar la economía, presuponiendo que se ha vuelto inhumana. Creo que la pandemia actual invita a revisar paradigmas de fondo que se venían aceptando sin pensar, entre los que se encuentran las nociones de economía y salud, mediatizadas por las nociones usuales de sistema económico y de sistema sanitario que son las que habría que cuestionar. Entre ellos hay que revisar la tendencia a confundir salud (que depende de muchas cosas) con sistema sanitario. Por ejemplo, se habla de derecho a la salud, cuando lo más que cabe asegurar es el derecho a la asistencia sanitaria.
Por otra parte, la actual crisis ha acentuado notablemente el desacoplamiento entre el enfoque económico ordinario centrado en el PIB y el mundo financiero, al observarse cómo a la vez que el PIB ―que refleja los ingresos ordinarios de la gente― caía, las cotizaciones bursátiles subían y el patrimonio de los más ricos seguía creciendo. Así, como apunta Manolo Delgado “En la última década (2011-2020), mientras se recortaba casi todo lo social y empeoraban las condiciones de vida de la gran mayoría de la población en el Estado español, el valor del patrimonio de las 200 grandes fortunas se ha duplicado, pasando de 129.400 a 266.500 millones de euros. Los diez -mayores patrimonios pasan de acaparar un 32,1 %, del total de las 200 mayores fortunas, en 2011 a acumular el 47,6 % del mismo en 2020 (Informe anual de El Mundo). Este enriquecimiento de los más ricos no tiene como fuente “lo productivo”, como muestra la evolución del PIB, que apenas crece en este período, ni es el resultado de trabajo, utilidad o función social alguna; es consecuencia de la mera revalorización de activos, financieros, inmobiliarios u otros; del aumento del precio de acciones y títulos adquiridos muchos de ellos con lo obtenido en revalorizaciones anteriores”. Esto es lo que denomino “lucro sin contrapartida”, derivado en buena parte de megaproyectos, operaciones inmobiliarias y prácticas corruptas.
Otro tema básico a tratar en este contexto, en el que gana terreno el lucro sin contrapartida, es que las crisis y penurias que la pandemia agrava, deberían de ser un revulsivo para exigir saneamiento político frente al mar de corrupción imperante en nuestro país, que alcanza desde expresidentes de la patronal y autonómicos hasta la familia real. ¿Cómo un país cuyo monarca regala sobre la marcha cerca de cien millones de euros a una de sus amantes, un país que despilfarra el dinero a mansalva en megaproyectos absurdos con innumerables mordidas (en parte asociadas a la privatización del sistema sanitario) …o cuyos grandes evasores pueblan los paraísos fiscales, puede tener moral para solicitar ayudas a la UE porque se siente pobre para sobrellevar la situación? Lo primero sería poner orden en casa para paliar esta vergüenza ¿Se va a seguir soslayando este panorama singularmente corrupto?
Por último, quiero subrayar una gran paradoja. Cuanto más evidente se hace la crisis de civilización, más difícil parece reconducirla hacia horizontes ecológica y socialmente más viables y atractivos para la mayoría. Así, aunque los tiempos de crisis animan a reflexionar sobre las perspectivas y alternativas de futuro, en el caso que nos ocupa se observa un grave impasse para comprender, potenciar y orientar las transformaciones sociales hacia horizontes ecológicos y sociales más saludables. Hemos de tomar conciencia de que este impasse socio-político viene asociado a otro ideológico, marcado por la perplejidad y el desasosiego que ocasionó en numerosos militantes e intelectuales tiempo atrás calificados de progresistas el derrumbe de sus esquemas de referencia ligado al desmoronamiento del “socialismo real” y al desbocado avance de un capitalismo tan descarnado y con secuelas tan negativas, que hasta hace poco venía siendo objeto de impugnación generalizada.
Ahora estoy analizando en un nuevo libro cómo el mencionado impasse ideológico, anclado a viejas idolatrías, viene lastrado por una serie de no-conceptos, términos fetiche … o jaculatorias ceremoniales con los que la retórica política entretiene a la gente, desviando la atención de los principales problemas y protagonistas de la situación actual y de sus posibles cambios. Pues el discurso político, como también el económico y el ecológico, acostumbra a conceder protagonismo en su articulación lógica a meras entidades ficticias que personifica y trata como si fueran de carne y hueso, olvidando que no son más que una mera creación de la mente humana en un juego que, pese a albergar gestos de radicalidad, no suele trascender al aparato conceptual y sistémico imperante. En fin, que para que se produzca un verdadero cambio de civilización tal vez haga falta una pandemia mucho más grave y letal ―como la novelada en La peste escarlata, de Jack London― que, para bien y/o para mal, se encargue de romper con esa inercia ideológica y de “resetear” a la humanidad sobre nuevas bases.
Economía y ecología
Las corrientes principales de la economía, que dominan la política y la ideología social mayoritaria, conciben la disciplina de una manera ajena a la base material de los ecosistemas, los flujos de energía y materiales que sustentan cualquier intercambio y la sociedad sobre la que operan. La consecuencia es la desconexión de las decisiones económicas habituales respecto a los daños sociales y ambientales que causan. ¿Qué pasos habría que dar para aplicar el enfoque eco-integrador de la economía que propones 3 en los diferentes planos de la acción individual y colectiva, en la economía doméstica y en la economía pública?
Hay que tener claro que sigue abierto el enfrentamiento entre economía y ecología, entre desarrollo económico y deterioro ecológico, y entre el modelo de comportamiento característico de la civilización industrial y el que permitió el enriquecimiento de la vida en la biosfera, sin que el trepidante aumento de la entropía planetaria se salde ya en mejoras de la calidad de vida de la mayoría: más bien asistimos a un aumento conjunto de la desigualdad y la extendida precariedad económica y del deterioro ecológico, lo que evidencia la actual crisis de civilización. Y anticipemos que semejante statu quo degradante reposa sobre un aparato conceptual y un marco institucional amparado por idolatrías, metáforas y términos fetiche que siguen gozando de buena salud y eclipsando posibles alternativas.
El hecho de que el enfrentamiento entre economía y ecología siga pendiente denota que continúan imperando el dualismo cartesiano y los enfoques parcelarios propios de la modernidad, que han venido separando y enfrentando especie humana y naturaleza, como si de conjuntos disjuntos se trataran. A ello ha contribuido la idea usual de sistema económico que, con su reduccionismo monetario, soslaya el “deterioro ambiental” que generan los procesos habituales de extracción, elaboración y uso de los recursos planetarios.
El llamado “medioambiente” viene a ser, sobre todo ahora, el vacío analítico que deja inestudiado el enfoque económico ordinario, al circunscribir su razonamiento al universo de los valores monetarios; un vacío que puede abordarse de dos formas: 1º) estirando la vara de medir del dinero para atrapar objetos de ese “medioambiente” y llevarlos al redil del análisis usual coste-beneficio, y 2º) recurriendo a otras disciplinas que toman como objeto de estudio habitual ese “medioambiente” del enfoque económico corriente. Estas dos formas de tratarlo son las que utilizan, respectivamente, por un lado, la llamada economía ambiental o verde y, por otro, la economía ecológica. El enfoque ecointegrador que vengo proponiendo desde hace tiempo busca conectar ambas aproximaciones, primando la integración del conocimiento para unir la reflexión monetaria con la física y la institucional, como en principio debería hacer la economía ecológica.
Pero esta puesta en común está lejos de producirse: a la torre de Babel de las especialidades científicas se añade, así, la habitual incomunicación entre economía ambiental y economía ecológica, permaneciendo la primera más al servicio de los poderes políticos y económicos establecidos y la segunda más asociada al movimiento ecologista y a las corrientes sociales más críticas del statu quo. Se suele ignorar que una gestión razonable exige romper con este artificial conflicto, para emprender una puesta en común que fusione economía y ecología. Pues hemos de recordar que la especie humana forma parte de la biosfera y que esa biología de sistemas que es la ecología debe incluir a la especie humana, con sus convenciones culturales e institucionales de la propiedad y el dinero de las que se ocupa la economía, convenciones que, como es sabido, orientan y condicionan las formas actuales de gestión y comportamiento.
Soslayando esta evidencia, la economía ambiental mantiene el dualismo cartesiano que refleja la propia noción de “medioambiente” y trata de estirar la vara de medir del dinero para abarcar las “externalidades ambientales” mediante dos principios: 1) “quien contamina paga” para valorar en dinero las “externalidades” negativas y 2) “quien conserva cobra” tratando en este caso de valorar los “servicios de los ecosistemas”, como “externalidades” supuestamente ajenas al sistema económico, cuando el peso y la incidencia de la especie humana que interactúa con ellos es tan relevante que ha llegado a modificar incluso el clima planetario y cuando los servicios los otorgan básicamente los ecosistemas agrarios, industriales… o urbanos, cuyo comportamiento, adaptación e incidencia local y global es la que de verdad habría que estudiar y reorientar.
Seguir hablando de “los servicios de los ecosistemas” como si de algo ajeno a la especie humana se tratara, presupone seguir asumiendo implícitamente las bases del dualismo cartesiano y el conocimiento parcelario que divorcian especie humana y naturaleza. Por el contrario, desde el ángulo del enfoque ecointegrador se ha de considerar el sistema económico como un ecosistema más, cuyo metabolismo cabe analizar, con todos sus flujos de energía, materiales y dinero y con sus interacciones con el medio físico. Así, aunque salga el Sol todos los días estableciendo las condiciones que posibilitan la vida evolucionada en la Tierra (y otorgando, así, servicios vitales tan básicos que no tiene sentido valorar), hay que caer en la cuenta de que el grueso de los servicios a valorar los abastecen los ecosistemas agrarios, industriales o urbanos, en los que se desdobla el (eco)sistema económico, cuya fisiología y anatomía cabe precisar estudiando su metabolismo, su inserción territorial y sus dimensiones patrimoniales.
Así, el divorcio entre especie humana y naturaleza y entre economía y ecología sigue su curso de la mano de un sectarismo amparado en metáforas, idolatrías y términos fetiche, que carecen de respaldo empírico y racional alguno. Pues siguen imperando la metáfora absoluta de la producción y la idolatría del crecimiento económico ―que se trata de ecologizar y perpetuar en el terreno de las palabras pintándolo de “verde” o adjetivándolo de “sostenible”― sin que el movimiento ecologista apenas haya conseguido forzar la reconversión del metabolismo tan ávido de recursos y pródigo en residuos propio de la civilización industrial, ni hacer que prosperen alternativas atractivas y viables a la triple crisis económica, ecológica y social a la que estamos asistiendo.
Para que triunfe la simbiosis entre economía y ecología y prospere el enfoque ecointegrador, hace falta que la razón desinfle las metáforas, idolatrías y términos fetiche que mantienen el actual sectarismo y por fin se imponga un afán de puesta en común. El primer paso sería que al menos el movimiento ecologista trascendiera la ideología económica dominante y no siguiera asumiendo acríticamente muchos de sus conceptos. Hace ya más de treinta años que saqué la primera edición de La economía en evolución denunciando los engaños de todo este aparato conceptual y proponiendo el enfoque ecointegrador, pero se sigue sin caer en la cuenta que la ideología económica y las instituciones hegemónicas que le dan vida son a la vez instrumento y parte de la ideología dominante y que la posibilidad de transformarlas va asociada a un verdadero cambio de civilización hacia horizontes ecológicos y sociales más viables y saludables, que es por lo que creo debería de pelear el movimiento ecologista.
Medioambiente y desarrollo sostenible
En varias de tus publicaciones has puesto en cuestión el significado habitual de medioambiente del que ahora la mayoría de los agentes sociales, políticos y económicos se dicen defensores, ¿qué desvela este concepto respecto al sistema económico que lo emplea para tapar sus lagunas?
En efecto, la palabra “medioambiente” ha servido para distraer la atención de las verdaderas causas del deterioro ecológico que viene generando el comportamiento de la civilización industrial. Fue a finales de los años 60 y principios de los 70 del pasado siglo cuando se empezó a extender la preocupación por el “medioambiente”, como traslación y traducción forzada de las preocupaciones y la palabra environment divulgadas en la lengua que hoy impera en el mundo.
Hay que recordar que la preocupación por la destrucción o el deterioro del territorio, del paisaje, de los ecosistemas, espacios y especies que componen la biosfera tiene un muy largo recorrido, pero tales preocupaciones no se centraban en el “medioambiente” sino en la tierra, en la naturaleza, en el medio físico o en sus componentes concretos (bosques, cauces, poblaciones pesqueras, fertilidad de los suelos, etc.). Fue a finales de los años 60 cuando, como cuenta Thierry Meyssan, se ideó en los EE UU el objetivo de “hacer la guerra por el medio ambiente” para eclipsar al movimiento antibelicista que se oponía entonces a la guerra del Vietnam. Este empeño dio lugar a diversos eventos que culminaron en la primera “Cumbre de la Tierra”: la UN Conference on the Human Environment, celebrada en 1972 en Estocolmo, titulada oficialmente en castellano como la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el medio humano. En ella se definió ese medio humano (después comúnmente llamado medio ambiente) enumerando el conjunto de componentes naturales y artificiales a los que se refería: “físicos, químicos, biológicos y sociales capaces de causar efectos directos o indirectos, en un plazo corto o largo, sobre los seres vivos y las actividades humanas”.
La noción de medioambiente alberga mayor ambigüedad conceptual que las de la Tierra, la biosfera, los recursos naturales, el medio físico…o los ecosistemas. Pues éstas designan directamente su objeto de referencia, mientras que la palabra medioambiente lo hace indirectamente como el entorno que rodea a algo o a algún sistema a concretar. Y la Conferencia de Estocolmo lo definió con relación a la especie humana ―Human Environment― precisando lo que abarcaba mediante una enumeración exhaustiva, para evitar malentendidos. Sin embargo, esa amplia descripción enumerativa fue desapareciendo a la vez que se multiplicaron y descafeinaron las cumbres y eventos “medioambientales”.
Fue sobre todo en la “Cumbre” de Rio de 1992 donde se produjeron serias rebajas en los objetivos del medioambiente a proteger, en los sujetos encargados y en los medios utilizados de protegerlo. La enumeración de los objetivos de dicha protección realizada en la cumbre de Estocolmo 72, fue sustituida en Rio 92 por la mera jaculatoria del desarrollo sostenible. Frente al empeño de encomendar en Estocolmo 72 a los Estados la máxima responsabilidad de dicha protección, utilizando para ello la planificación económica y territorial con todas las medidas e instrumentos habidos y por haber, en Rio 92 se responsabilizó a las empresas, las ONG y los ayuntamientos (con el invento no vinculante de las Agendas 21) a la vez que se señalaron como medios a utilizar los “instrumentos económicos” confiando en “la función reguladora de los mercados” para impulsar así el “desarrollo sostenible”. Esta pérdida de radicalidad se siguió acusando en las “Cumbres” de Johanesburgo de 2002 y de Rio 2012, divulgada esta última como Rio+20 y no como Estocolmo+40, que se deja ya en el olvido.
Posteriormente esa “carta a los reyes magos de parte de Naciones Unidas” que es como he calificado a los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS), propuestos en 2016 por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), remata esta trayectoria que aleja cada vez más la posibilidad de corregir el statu quo. Trayectoria que consiste en enarbolar alegremente metas ―”fin de la pobreza, hambre cero, salud y bienestar, igualdad de género, energía asequible y no contaminante…”― manteniendo indiscutido el marco institucional y conceptual sobre el que se asientan las actuales reglas del juego económico, que contradice a diario los objetivos enunciados.
Como consecuencia de lo anterior, la amplia y detallada noción de “medioambiente humano” a proteger enunciada en Estocolmo 1972, se fue desplazando hacia otra mucho más ambigua y acomodaticia, a la vez que se desplazaba también el sujeto respecto al cual se definía ese “medioambiente” desde la especie humana hacia la noción usual de sistema económico. Así el llamado “medioambiente” viene a ser hoy, sobre todo, el vacío que deja inestudiado el enfoque económico ordinario, al circunscribir su razonamiento al universo de los valores monetarios y al definir como “externalidades” lo que ocurre en ese “medioambiente”.
De esa manera, a la vez que se multiplicaron las “cumbres” y encuentros internacionales sobre “medioambiente”, su temática se redujo hacia cuestiones climáticas, desconectadas de los usos del territorio, del metabolismo de la sociedad industrial y de las reglas del juego económico que los mueven, que son los que aumentan la entropía planetaria, siendo los cambios climáticos locales y globales un mero reflejo de este aumento.
El anterior reduccionismo se solapa con la creación de administraciones “ambientales” (ministerios, agencias…) encargadas de velar por algo sobre lo que carecen de competencias, con lo que si de verdad toman en serio el encargo viven en un calvario permanente. Pues el “medioambiente” lo condicionan otros: los ecosistemas agrarios, industriales… o urbanos, con sus exigencias de transporte, extracciones y vertidos, a la vez que los poderosos acostumbran promover sin descanso operaciones inmobiliarias y megaproyectos que suelen revelarse tanto más lucrativos para algunos como social y ecológicamente poco recomendables. Al igual que se propone la “transición ecológica” como meta e incluso se encarga a administraciones y ministerios que se ocupen de ella cuando carecen de competencias para generarla, soslayando que sería previa una transición económica de la que ni siquiera se habla… En fin, que parece como si hubiera una tendencia paranoica a dirigir la atención y las críticas hacia aspectos alejados del núcleo duro ideológico e institucional que genera los problemas, como vengo advirtiendo desde hace tiempo.
En suma, que “a medida que los problemas ecológico-ambientales se fueron agravando, la reflexión y los encuentros internacionales originados desplazaron su centro de interés desde el territorio hacia el clima. Este desplazamiento no es ajeno a la cada vez más evidente dificultad de reconvertir los modos actuales de gestión que inciden sobre el territorio y los recursos planetarios: esta dificultad indujo a abrazar falsos pragmatismos ingenuamente orientados a corregir los efectos (el cambio climático) sin preocuparse de atajar las causas (el uso de la Tierra y sus recursos). Porque, para ayudarnos a convivir con nuestros males, la mente humana tiende a creer que los problemas pueden solucionarse con reuniones, conjuros institucionales u otros gestos dilatorios, sin necesidad de cambiar el contexto que los genera…”. Esto es lo que ocurre con el predominio de encuentros cada vez más ceremoniales sobre “el cambio climático global”, desde que los poderes establecidos lideran el tema tras haber constituido en 1988 el Panel Intergubernamental del Cambio Climático y el movimiento ecologista se ve obligado a sumarse a ellos, aunque no sea más que para montar con gran esfuerzo “foros alternativos”, en detrimento de otras iniciativas.
¿Y qué piensas del desarrollo sostenible?
El desarrollo sostenible se impuso para sostener la idolatría del crecimiento y/o el desarrollo económico. Como expuse tempranamente en el artículo sobre el “Sobre el origen, el uso y el contenido del término sostenible” (1996), el “Informe Brundtland” (1987) inventó el “desarrollo sostenible” tendiendo un puente virtual entre conservacionistas y desarrollistas, para desactivar el enfrentamiento entre ambos que se había enconado tras la publicación del Informe Meadows sobre “los límites del crecimiento” (1971).
El éxito de la propuesta del “desarrollo sostenible” estriba en que permite contentar tanto a conservacionistas como a desarrollistas y es un regalo para políticos y empresarios, porque al enarbolarlo como meta pueden recabar la aprobación y los votos de todo el mundo. Subrayemos que no fue tanto su novedad, como su controlada dosis de ambigüedad, lo que explica la buena acogida que tuvo el propósito del “desarrollo sostenible”, en un momento en el que la propia fuerza de los hechos exigía más que nunca ligar la reflexión económica al medio físico en el que ha de tomar cuerpo. Sin embargo, la falta de resultados inherente a la ambigüedad y al uso meramente retórico del término se está prolongando demasiado y esperemos que acabe minando el éxito político que acompañó a su aplicación inicial. Pese a ello, hay que reconocer que sigue bien vigente en el “lenguaje político y económico correcto” y que las Naciones Unidas lo mantiene en el candelero en sus Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) (que hay que asumir generalmente para obtener financiación oficial).
Quizás merezca la pena recordar que el truco semántico para utilizado para desactivar conflictos y protestas a base de juntar términos contradictorios es una práctica común en la retórica política, empresarial e incluso académica. Se habla así de “guerras humanitarias”, de casas o de edificios “ecológicos” o “inteligentes”, etc. Para desenmascarar esta práctica habitual acostumbro a sugerir que veamos los adjetivos aplicados como posibles detectores de problemas no resueltos, ya que de una u otra manera tratan de ocultar carencias. Por ejemplo, cuando se habla de “economía cuantitativa” se encubre que las “magnitudes económicas”, con el PIB a la cabeza, incumplen los requisitos matemáticos de las magnitudes físicas sobre las que se apoya la verdadera ciencia cuantitativa. O cuando en la escuela de arquitectura se propone un master de postgrado sobre “arquitectura bioclimática”, cabe suponer que es porque la arquitectura que se cursa en la enseñanza ordinaria pasa de clima, orientación, etc… y cuando se propone la meta del “desarrollo sostenible” es porque el desarrollo económico ordinario es de todo punto insostenible.
Cabe advertir que el invento de la palabra sostenibilidad (sustainability) para aplicarla al desarrollo (económico) debe en parte su éxito al hecho de que en los manuales de economía se venía apuntando tradicionalmente en la meta del desarrollo económico sostenido (sustained), entendiendo por tal aquel que se prolongara en el tiempo sin que decayera el pulso de la coyuntura económica por fenómenos inflacionistas… o desequilibrios de la balanza de pagos. De esta manera, el común de los economistas aceptó sin problemas la meta del desarrollo sostenible (sustainable) identificándola con la del desarrollo sostenido (sustained) que venía asumiendo desde antiguo. Pero, a la vez, la nueva palabra suponía un guiño a los ecologistas dándoles a entender que se refería a la conservación de los ecosistemas y el patrimonio natural. En este contexto concluyo esta respuesta proponiendo que se hable a secas de sostenibilidad o viabilidad de los (eco)sistemas, teniendo claro que esto no añade nada nuevo, ya que desde el principio la ecología viene preocupándose de la estabilidad y viabilidad de los sistemas que estudia.
En fin, que al centrar las preocupaciones ecológicas y la atención institucional en cuidar el “medioambiente” y a hacer “sostenible el desarrollo” induce a seguir mareando la perdiz y dar capotazos a la protesta ecologista sin conseguir reorientar significativamente el metabolismo de la sociedad industrial hacia horizontes ecológicos y sociales más saludables.
Crecimiento y decrecimiento, producción y riqueza
El concepto de producción que maneja la corriente económica dominante y, derivadamente, el de riqueza, son los cimientos sobre los que se construye el discurso social y político del crecimiento, a pesar de que no resiste un mínimo análisis. Recientemente has publicado un artículo revisando críticamente el concepto de decrecimiento y la pérdida de mordiente crítico que puede tener el movimiento ecologista al abrazar ese concepto sin desmontar sus cimientos. ¿Puedes sintetizar tu posición al respecto?
Las utopías que se formularon desde Platón hasta el “siglo de las luces” transcurrían en sociedades estables tanto en población como en intendencia, porque a nadie que estuviera en su sano juicio se le ocurría entonces apoyar una sociedad ideal sobre el crecimiento (o el decrecimiento) permanente de nada. Hubo que esperar a que la economía tomara cuerpo como disciplina independiente en siglo XVIII y se formulara la idea hoy usual de sistema económico, para que se divulgara y asumiera con generalidad la meta del crecimiento económico… y para que una parte del movimiento ecologista enarbolara la bandera del decrecimiento.
Como apunto en uno de mis artículos sobre el tema, actualmente se produce una doble paradoja. Por una parte, que el mismo sistema que prometía múltiples parabienes asociados al crecimiento económico, nos viene ofreciendo con largueza el decrecimiento del empleo, de los salarios, de las ayudas sociales, de los derechos… y de los bienes y servicios públicos. Por otra, que a la vez que el sistema nos impone, de hecho, el decrecimiento, evidenciado su agotamiento y crisis, el movimiento ecologista abraza la palabra decrecimiento como propuesta. Y es que la bandera del decrecimiento que se viene enarbolando desde el movimiento ecologista surgió en pleno auge consumista de los países ricos como crítica a los excesos de la “sociedad de consumo”, pero sorprende que se siga esgrimiendo a piñón fijo haciendo abstracción de depresiones y pandemias.
Como había comentado en ocasiones, creo que enarbolar el decrecimiento como titular rompedor de revista o libro para coger a contrapié a la dogmática del crecimiento económico puede resultar adecuado 12. Pero ―como argumento más adelante― considero que tomar en serio ese término como meta y/o bandera del movimiento ecologista es, en primer lugar, un gesto tributario del reduccionismo propio del enfoque del crecimiento económico dominante y, en segundo lugar, un objetivo genérico poco atractivo, sobre todo cuando el decrecimiento nos lo viene ofreciendo el propio sistema y sufriendo el grueso de la población. Desde hace tiempo he venido apreciando la falta de coherencia y de oportunidad política, que alberga el discurso del decrecimiento que mantiene parte del movimiento ecologista 13, que aparece hoy agravada junto a las crisis y pandemias que nos ha tocado vivir.
Digo que, por una parte, el objetivo del decrecimiento es tributario del reduccionismo del enfoque económico ordinario, porque el término no suscita por sí mismo ninguna idea de cambio de modelo o de sistema, sino que surge como el negativo del discurso del crecimiento económico. Pues, al igual que crecimiento, decrecimiento refleja un verbo sin sujeto ni predicado y para que tengan sentido ambos han de referirse a la evolución unidireccional de algo a definir. La ideología económica dominante le dio sentido al término crecimiento tras un arduo y prolongado proceso de elaboración teórica. Pues, como se sintetiza en el recuadro presentado más abajo, para llenar de contenido económico al término crecimiento tuvieron que inventarse primero y asumirse después la metáfora absoluta de la producción y la idea usual de sistema económico para construir, por último, sobre estas ideas los sistemas de Cuentas Nacionales y cifrar el famoso PIB, que por fin otorga realidad monetaria domesticada a esa producción metafórica que se presupone que debe de crecer para colmar de “bienes y servicios” a la población. Es este largo trabajo ideológico el que ha otorgado tal peso y valor positivo al término crecimiento (económico) o a su análogo desarrollo, que ha llegado a eclipsar los otros posibles significados, permitiendo su utilización sin necesidad de adjetivarlo, ni de precisar ya que se refiere al agregado de renta o producto nacional. Creo que lo importante es desmotar la función mistificadora y ocultista que ejerce el aparato conceptual sobre el que se apoya la idolatría del crecimiento económico, en vez de anteponerle un verbo contrario sin sujeto ni predicado.
La metáfora de la producción: de acrecentar la riqueza a revender con beneficio
Desde la primera edición del libro La economía en evolución (1987, 4ª edición 2015) he venido señalando cómo la metáfora absoluta de la producción es la pieza clave sobre la que se levanta la ideología económica dominante, con la idea usual de sistema económico y el objetivo del crecimiento (de dicha producción) a la cabeza. La economía nació como disciplina pretendidamente científica, independiente de la moral y del poder, allá por el siglo XVIII, asumiendo por primera vez la tarea de acrecentar de forma desacralizada “la producción de riquezas renacientes sin menoscabo de los bienes fondo”. Y esto ocurrió cuando predominaba una visión organicista del mundo en la que, no sólo las cosechas, la pesca o los bosques, sino también los minerales, se suponían sujetos a procesos de crecimiento y perfeccionamiento en el seno de la Madre-Tierra y se pensaba que hasta los continentes y la Tierra misma dilataban sus límites, aportando visos de racionalidad a las ideas de forzar y orientar con la intervención humana el crecimiento de esas producciones hacia fines utilitarios. El famoso Tableau économique (1758) de Quesnay ―el más destacado de los autores franceses de la época hoy calificados de “fisiócratas”― incluía, así, los minerales entre las “riquezas renacientes” asociadas a la Madre-Tierra y clasificaba la minería entre las actividades “productivas”, junto a la agricultura. Pero este autor insistía en que, según su criterio, producir no era sin más el resultado de revender con beneficio sino de “acrecentar las riquezas renacientes” ―que se suponían asociadas a la Madre-Tierra― ya que el lucro podía obtenerse de formas bien variopintas. Pero, como es sabido, tras desplomarse por completo ya en los inicios del siglo XIX la cosmología arcaica que había impregnado de racionalidad a las nociones de producción y crecimiento, éstas siguieron gozando de buena salud, al cortar el cordón umbilical que unía originariamente la noción de sistema económico al mundo físico y trasladarlo al universo autosuficiente de los valores monetarios, en el que ha seguido imperando la metáfora absoluta de la producción y el objetivo del crecimiento de la misma, como piezas claves de la ideología económica dominante. Así, en contra de lo que postulaba Quesnay, producir acabó siendo simplemente revender con beneficio, pues el invento del PIB, que da visos de realidad a la metáfora de la producción, es el mero resultado de restar al valor monetario en venta de determinados “productos” o “servicios”, el valor de lo gastado en su obtención. Lo cual permite, por ejemplo, hablar de producción de oro, de petróleo… o de tierras raras, cuando hoy se sabe que se trata de meras extracciones de ciertos stocks singulares que alberga la corteza terrestre, ya que hoy se tiene conciencia de que ni los minerales crecen y se perfeccionan en el seno de la tierra, ni la Tierra dilata sus límites. Por último, la elaboración de las Contabilidades Nacionales desde la segunda mitad del siglo XX, otorgan realidad monetaria a la idea de sistema económico con la metáfora de la producción y la idolatría del crecimiento (de la producción) a la cabeza. En la axiomática que subyace a la idea usual de sistema económico que registran las Contabilidades Nacionales, al reduccionismo monetario de los flujos de producción, de consumo y ahorro, se añade por fuerza el reduccionismo en las ideas imperantes de riqueza y patrimonio, que se suponen también expresables en dinero, haciendo abstracción de la variada naturaleza física, cultural…o financiera de sus componentes.
Para que tenga sentido el objetivo del decrecimiento, éste se ha de referir también a alguna variable y el problema es que esa variable ha de ser distinta de la producción, ya que su decrecimiento tiene nombre propio, se llama depresión y no puede resultar atractivo para la mayoría de la gente, que tendría que sufrir sus consecuencias. Pues más que defender el crecimiento o el decrecimiento del PIB interesa abrir ese cajón de sastre de valor monetario para analizar las actividades implicadas y decidir con criterios ecológicos y sociales cuáles interesa que crezcan o que decrezcan. Por lo tanto, llenar de sentido el objetivo del decrecimiento exige referirlo a alguna variable igualmente cuantitativa que resulte tan altamente significativa y deseable que pueda movilizar a la población.
Por otra parte, decía que considero la meta del decrecimiento poco atractiva, porque rema a contracorriente de las metáforas que comunican sensaciones positivas (se habla, por ejemplo, de crecimiento personal, de las cosechas… o de los niños, que se ven con buenos ojos), como en mayor medida ocurre con la palabra desarrollo (pues se habla del desarrollo del conocimiento, de los organismos, de un plan o de una carrera profesional; lo mismo que alto se considera, en general, mejor que bajo y se habla, por ejemplo, de alto standing, de alta gama, como de sentimientos elevados, frente a las bajas pasiones y los sentimientos rastreros, etc.). Precisamente la valoración metafórica positiva que impregna a las nociones de crecimiento y desarrollo es lo que permite que autores, como Amartya Sen, empleen acepciones más amplias de estos términos asociadas al desarrollo de capacidades y libertades humanas. Pero con independencia de que juegue a favor o en contra de las valoraciones metafóricas habituales, hay que adjetivar o poner atributos al decrecimiento para que tenga algún significado concreto, en suma, hay que aclarar ¿qué es lo que se piensa y se propone que deba decrecer?
En mis artículos analizo las tribulaciones del movimiento ecologista para precisar el contenido del decrecimiento sin observar resultados solventes, por lo que añado una parte propositiva orientada a llenar de contenido preciso y deseable la propuesta del decrecimiento: todo el mundo podría estar de acuerdo en el objetivo de reducir o hacer que decrezca el deterioro de la base de recursos planetaria, asociada a lo que se conoce como deterioro ambiental, por extracción de recursos y emisión de residuos. Antonio Valero y yo hemos desarrollado y aplicado una metodología que permite cuantificar, en unidades de energía, el coste de reposición del deterioro que el proceso económico inflige a la base de recursos planetaria a distintas escalas, posibilitando establecer el seguimiento agregado de la misma. Creo que esta meta sustituye con ventaja a otros intentos de llenar de contenido físico la propuesta del decrecimiento, proponiendo asociarlo a variables menos básicas o más parciales, ambiguas o imprecisas, como son las de reducir el requerimiento total de materiales, de energía…o la apropiación de biomasa neta. Además, la meta del decrecimiento de la entropía planetaria tiene la virtud de asociar la palabra decrecimiento con el objetivo de la conservación y mejora de bienes patrimoniales propia del movimiento ecologista, y no solo con flujos como hace el crecimiento (económico).
En fin, que creo que en la actual situación de claros decrecimientos, cuando, por ejemplo, tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria el consumo de cemento se ha desplomado en España a la cuarta parte de lo que era y a penas repunta, más que seguir proponiendo el decrecimiento como si nada hubiera pasado, habría que proponer el cambio del modelo inmobiliario, para defender la vivienda como bien de uso y no como objeto de inversión y evitar que las finalidades especulativas sigan gobernando los flujos físicos y los usos del territorio en un sistema que tiende a encadenar burbujas especulativas. Es el cambio de modelo, de enfoques, de políticas y de instrumentos, lo que permitiría reducir en el futuro el deterioro ecológico y no al revés. Y hacer hincapié en la meta del decrecimiento puede oscurecer la verdadera meta de la reconversión hacia los escenarios ecológica y socialmente más saludables hacia los que el movimiento ecologista debería de liderar la actual crisis de civilización.
Corrupción y lucro
La corrupción es un fenómeno económico, pero también moral, muy vinculado al marco institucional de cada sociedad. Como indicas en un reciente libro, ese marco institucional debe cambiar. ¿Pero cómo se articularía esa transformación?
En primer lugar, habría que identificar bien ese fenómeno llamado “corrupción”, lo que exige elaboraciones teóricas y aplicadas; teóricas para establecer una taxonomía del lucro y aplicadas para investigar la presencia de los distintos tipos de lucro en el mundo en que vivimos. Porque bajo el doble paraguas ideológico de la producción y el mercado parece que todo el lucro es bueno porque se presupone asociado a la obtención de “bienes” y “servicios” orientada a cubrir necesidades insatisfechas. Hace falta subrayar la gran paradoja que plantea el hecho de que la economía estándar, ciencia del lucro, no clasifica ni jerarquiza las distintas formas de lucro: las da por buenas englobándolas bajo el agregado de producción ―el famoso PIB― o las ignora si quedan fuera del mismo (cuando estas últimas han venido creciendo a un ritmo trepidante que contribuye a desacoplar cada vez más lucro y PIB).
El libro que mencionáis trata de cubrir ese vacío analítico estableciendo una taxonomía del lucro y de ilustrar la presencia del lucro sin contrapartida utilitaria, que evoluciona al margen del PIB o que lo parasita y de identificar el lucro corrupto en la economía española, llegando a la conclusión de que el mar de corrupción que hoy aflora en los tribunales y en los media evidencia que suele ser legal, tiene gran peso económico y carácter sistémico. Esa corrupción puede haber engrosado el PIB, con lo que habría que depurar este agregado de los sobrecostes, megaproyectos o sobredosis de infraestructuras que, careciendo de utilidad y generando daños, ha venido sumado en el PIB y haciendo que el instrumental económico ordinario presente a las empresas más corruptas como “las más productivas”.
En el libro dedico un capítulo a las reflexiones sobre el precio justo y los contratos de los juristas y teólogos de la hoy llamada Escuela de Salamanca que, antes de que se impusiera la ideología económica dominante, nos recordaban que la ganancia podía alcanzar con facilidad tintes mezquinos y antisociales y, en tal caso, debería de ser identificada, denunciada y penalizada, como turpe lucrum. Hoy deberíamos identificar y denunciar el turpe lucrum derivado, por ejemplo, del expolio caciquil imperante durante el pasado boom inmobiliario que agravó la crisis por dos caminos: uno, financiando numerosas operaciones y megaproyectos de muy dudoso interés económico y social para facilitar el “pelotazo” de algunos y, otro, extendiendo prácticas de administración desleal y apropiación indebida que ilustra el rosario de casos de corrupción antes mencionado. Creo que corregir la situación actual exige desvelar todas las formas de lucro y clasificarlas en función de su interés económico, ecológico y social para orientar normativas acordes con el interés general y marcar mejor la frontera de los delitos económicos.
El hecho de que ciertos casos de corrupción estén siendo juzgados y condenados muestra el camino para revertir esta situación. Así como el hecho de que la reforma del Código Penal de 2015 tipificara nuevos delitos económicos distintos del robo y de la estafa, como son la administración desleal y la insolvencia punible, denota que la moral ha vuelto a entrar de nuevo en la economía y arroja un rayo de luz sobre la posibilidad de revertir la situación.
Para concluir, aunque han quedado en el tintero muchos más conceptos que nos moldean ― trabajo y cuidados, mercado y poder, individualidad y colectividad-, ¿podrías sintetizar cuáles son a tu juicio los principales problemas sobre los que habría centrar la atención y las críticas para facilitar un cambio socioeconómico mejorante?
Refiriéndome a la ideología económica dominante y a las instituciones que le dan vida, he de apuntar dos aspectos clave: la propiedad y el dinero. A esto añadiría la revisión de los criterios actuales de valoración y de percepción social del lucro y la riqueza. Pues sobre ellos se asienta la actual tiranía corporativa que gobierna y expande el metabolismo depredador de la presente sociedad humana piramidal.
En el capítulo que desvela la axiomática que subyace a la idea usual de sistema económico de mi libro La economía en evolución (2015), se constata que para que esta idea abstracta de sistema cobre realidad, tomando cuerpo en un campo de aplicaciones concreto, hace falta definir dos conceptos fuera de la red conceptual de ese sistema: la propiedad y el dinero. Habría, pues, que revisar, en primer lugar, las convenciones e instituciones sociales que los definen y reflexionar sobre las posibles alternativas.
En lo que concierne a la propiedad, recordemos que la noción hoy corriente de propiedad exclusiva se consolidó a la vez que lo hicieron la noción de riqueza en la que se apoya y las otras categorías básicas del pensamiento económico establecido que contribuyen a proyectar sobre la realidad la idea usual de sistema económico. Creo que, como he venido insistiendo, lo importante es poner en cuestión la teoría que elaboró y justificó la noción de propiedad exclusiva imperante, teoría que ha permanecido petrificada y ajena a las profundas mutaciones observadas tanto en el campo de lo apropiado, como en la organización social, desde que se formuló hace siglos. Mutaciones que dejan obsoleta dicha teoría de la propiedad, aunque siga viva por inercia y porque las corrientes críticas se limitan a recomendar mejoras en la distribución, a defender lo público frente a lo privado, o, in extremis, a proponer la abolición de la propiedad, postulando que “la propiedad es un robo”, como rezaba el subtítulo de la primera edición del libro de Proudhon ¿Qué es la propiedad? Cabe aclarar que la propiedad no tiene por qué ser un robo, aunque todos los robos acaben engrosando la propiedad de algunos. Y que tan absurdo resulta defender la propiedad como algo sagrado, como proponer su abolición, cuando la propiedad es una relación extremadamente ambigua y puede abarcar los derechos más variopintos, que solo tienen en común ser ejercidos por personas físicas o jurídicas y respaldados por el Estado y las costumbres.
La teoría convencional justificaba la propiedad privada como medio de garantizar que las personas puedan disfrutar libremente de “los frutos de su trabajo y abstinencia”, frente a las arbitrariedades del Antiguo Régimen. Pero, hoy día, el grueso de los grandes patrimonios tiene poco que ver con el mérito y el esfuerzo de sus propietarios, por lo que carecerían de legitimidad atendiendo a la vieja teoría justificatoria. Pues, además de la transmisión por herencia de las grandes fortunas, la propiedad financiera pasiva hoy predominante no puede justificarse como fruto ni siquiera indirecto del trabajo de sus propietarios. Y el argumento que defiende la propiedad privada frente a la pública, postulando la superioridad de una sociedad de empresarios-propietarios, pensando que “el ojo del amo engorda el caballo”, se desmorona junto con el peso de ese colectivo: hoy día los directivos de las grandes empresas son en muy escasa medida propietarios de las mismas.
En resumidas cuentas, que cada vez más predominan la propiedad, y el lucro, sin función productiva o utilitaria alguna. Y si tenemos en cuenta que un derecho sin función y sin tener en cuenta el modo de adquisición, no es más que un privilegio, podemos decir que en los últimos tiempos los privilegios se extienden amparados en un marco institucional que los propicia, al desatar una vertiginosa expansión de los activos financieros y de la capacidad de compra sobre el mundo. En esta situación lo que hace insegura y erosiona la propiedad de la mayoría no son ya los privilegios y el poder discrecional de la nobleza o del monarca absoluto, sino la expansión y concentración de la propiedad financiera, que amenaza con arruinar, comprar o absorber los patrimonios de empresas locales, administraciones y familias mediante la creación de dinero financiero, encadenando burbujas especulativas y crisis.
El panorama descrito pide a gritos una nueva teoría de la propiedad más consistente y adaptada a la realidad actual, que solo cabe esbozar aquí. Una teoría que rompa el cajón de sastre unificado de la propiedad y la riqueza para diferenciar y priorizar sus contenidos y tratamientos. Una teoría que distinga al menos las propiedades ligadas a las actividades económicas asociadas a la intendencia y al uso y disfrute de sus propietarios, de aquellas otras financieras o inmobiliarias cuya función principal es respaldar y ampliar el poder y la riqueza de sus propietarios… Y una ética que jerarquice y de un tratamiento diferenciado a la propiedad para recortar o abolir los privilegios que hoy se otorgan a ciertos grupos minoritarios en su carrera de acumulación de poder y riqueza.
En lo referente al dinero, habría que recordar que el sistema monetario internacional tampoco ha caído del cielo, sino que es una creación humana un tanto singular que funciona con un marco institucional y legislativo que ha venido siendo diseñado exprofeso por ciertos poderes establecidos. Como no cabe ni siquiera esbozar aquí cómo se ha formado y evolucionado este sistema que ha permitido e incentivado el proceso de financiarización en curso, remito para ello al menos al tratamiento sumario que le otorgo en la Taxonomía del lucro (2019). Para cambiar la situación actual habría que cambiar el sistema monetario internacional, uniendo las protestas con propuestas de sistemas alternativos. Sorprende que cuando en 1971 los EE UU eliminaron unilateralmente el respaldo del dólar en oro, proliferaron las propuestas para cambiar el sistema monetario internacional, mientras que durante las crisis actuales observamos un clamoso silencio al respecto. Como había apuntado en ocasiones, el problema no estriba tanto en idear el sistema monetario óptimo seguramente inexistente como en proponer soluciones, transparentes y consensuadas al más amplio nivel, que mantengan al menos un equilibrio coherente entre regulación y medios reglados de intervención: a más regulación se necesitarían menos medios de intervención y viceversa.
Es evidente que este equilibrio brilla por su ausencia en el actual sistema financiero internacional: a la desregulación le acompaña la carencia de medios reglados de intervención, teniendo que abordarse cada crisis o problema con medios acordados sobre la marcha, en función del poder y las presiones existentes, dando cabida a una discrecionalidad cada vez más interesada. Y para que el nuevo sistema funcione habría que eliminar los “paraísos fiscales”. Pues el mero hecho de que los “paraísos fiscales”, donde los capitales escapan a las reglas establecidas por los Estados y los organismos financieros internacionales, gocen de buena salud es algo tan vergonzoso como revelador de la supeditación de los Estados y organismos internacionales a los intereses del capitalismo transnacional. El problema es grave, pues no se trata solo de eliminar los “paraísos fiscales” y cambiar el sistema monetario internacional para cortar la trepidante diversificación y expansión de los activos financieros a la que venimos asistiendo, sino de planificar su progresiva amortización y reducción hasta alcanzar niveles que se estimen razonables, contando para ello con los cambios antes indicados en la noción de propiedad y en las políticas tributarias.
Como apunté antes, a esto añadiría la revisión de los criterios actuales de valoración y de percepción social del lucro y la riqueza. Los criterios actuales valoran las cosas por el mero coste de extracción y no el de reposición y hacen que la valoración aumente más que proporcionalmente con relación al coste físico y a la penosidad de los trabajos. Con lo cual orientan el metabolismo de la sociedad actual hacia el extractivismo y hacia la polarización social y territorial. Tras visibilizar esta lógica de valoración subyacente, habría que corregirla con medidas como el salario mínimo… o cánones y tasas mineras acordes con el coste de reposición de los minerales, para promover la conservación, la recuperación y el reciclaje. Respecto a la percepción social del lucro y la riqueza, me remito también a la Taxonomía del lucro (2019) y a las críticas que he venido haciendo a la ideología que subyace a la llamada sociedad de consumo.
En fin, acabemos subrayando que, si no se habla de estas cosas, seguiremos como hasta ahora mareando la perdiz con el mediambietalismo banal en boga. Ya que la pretensión de avanzar hacia un mundo social y ecológicamente más equilibrado y estable sin cuestionar las actuales tendencias expansivas de los activos financieros, los agregados monetarios y la mercantilización de la vida en general, es algo tan ingenuo y desinformado que raya en la estupidez.
Fuente: Ecologistas en Accion (.org)
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